Debo decir que cuesta bastante ubicar ya digitalizado el cuento El caso del orangután malabarista de Adolfo Pérez Zelaschi. Cuando ya me había resignado a tipearlo logré encontrarlo en un blog que no aparecía en los buscadores: Rincón de Lectores
Desde allí entonces, les ofrezco el texto que alguna vez me llamó la atención (como en otras ocasiones) por el uso de la transtextualidad:
EL CASO DEL ORANGUTÁN MALABARISTA
Adolfo Pérez Zeleschi
A la memoria de Edgard Allan Poe
1
–Y ahora, amigos del aire, Pocky, el orangután… ¡a-se-si-no!
En el estudio número 3 del Canal 61 de televisión las lámparas de tiza giraron despacio para iluminar a zinc y albayalde aquella figura atrozmente disfrazada de hombre: su frac negro, su pechera blanca, su cuello rígido de donde emergían el rostro triste y feo, la melancólica jeta simiesca. Ese era Pocky, humillado por el frac y al que ahora estaban filmando en videotape. A la noche los televisores reproducirían sus habilidades ante los cientos de miles a quienes acababa de saludar por anticipado Hugo Lacasa, el mejor pagado de los actores, convertido, sin mengua de su gloria en anunciador de un mono.
Y es que para explicar el interés que despertaba Pocky un psicólogo a la moda hubiera tenido que acudir a una o varias teorías: enajenación multitudinaria, el id y el ello, la personalidad básica o la mentalidad primitiva. Cualquiera sería buena para tratar de explicar por qué, a las nueve de la noche y todos los domingos, refinadísimas damas del Barrio Norte, desmelenadas estudiantes de filosofía, hombres de negocios, obreros metalúrgicos, todo el país, en fin, permanecía media hora ante sus televisores con los ojos literalmente prendidos en ellos, redondos e inmóviles como las monedas de un museo.
Porque Pocky no era más, ni era menos, que cualquier otro orangután de circo. Sus habilidades, injertadas en su caletre a fuerza de látigo y azúcar, eran las corrientes: saltar la cuerda, sumar dígitos, cabalgar disfrazado de ecuyère y tirar pelotas a un blanco. Solo que Pocky era:
–El orangután ¡a-se-si-no! –como había proclamado Hugo Lacasa.
Pocky saludó mientras las cámaras comenzaban a rodar suavemente en un silencio de abadía. Luego volteó unas clavas, saltó a la cuerda, hizo malabares. Hubo en seguida un redoble de tambores, las trompetas lanzaron un chorro de música al aire, y Hugo Lacasa reentró en la luz.
–¡Llega el momento! ¡Pocky recibe los proyectiles mo-rr-tales!
Callaron trompetas y tambores. El domador con una reverencia entregó a Pocky –un rápido traveling hacia delante y las cámaras fotografiaron las cuatro rojas pelotas de tenis y otra bola brillante y pulida de metal, que pasaban de las manos enguantadas del amaestrador a las velludas del orangután– los proyectiles. Luces y cámaras enfocaron una baranda sobre la cual estaban colocados dos pares de muñecos en silueta, numerados y de papel. A una orden, Pocky lanzó contra ellos las pelotas rojas y en cada tiro rompió uno. Aplausos, tambores, trompetas. Entonces, en el espacio, entre los pares de siluetas ya destrozadas, emergió una calva reluciente, los ojos, la cabeza entera, el torso de un hombre de cera. En seguida Pocky echó atrás su brazo, y de sus manos partió un rayo redondo, un relámpago de metal, que rebotó en la frente del simulacro. Brotó de su sien un líquido rojo, el muñeco se inclinó suavemente hacia adelante y, si los muñecos pueden morir, murió.
Hubo, como todos los jueves, un largo silencio. Luego tremaron sordamente los tambores y las cámaras reenfocaron la melancólica cara de Pocky mientras una voz en off anunciaba:
–Y así fue como Pocky… ¡se convirtió en asesino!
2
Sí, así había sido. Dos meses atrás, un diez de noviembre, poco después de mediodía, la señorita Giménez, al volver a entrar en el despacho de Pedro Manllet, el todopoderoso dueño del Canal 61 de televisión, veinte minutos después de haber tomado taquigráficamente un dictado, gritó, gritó, gritó.
Tenía razón para ello: su jefe estaba apoyado a medias en el escritorio y como dormido. La señorita Jiménez lo sacudió un poco y entonces Manllet se derrumbó grotescamente; los brazos, las piernas, la redonda barriga, la pelada cabeza ladeados para cualquier lado, y quedó a la vista la herida que tenía en la sien izquierda, de la cual brotaba, no mucha, su sangre. Entonces Alicia gritó, gritó, gritó, hasta que acudieron otros empleados, los azorados jefes y gerentes y un médico, y casi en seguida, la policía, los periodistas. Veinte minutos después ya estaba en el aire la noticia de la muerte de Manllet.
¿Era éste un hombre cuya muerte pudiera causar todo esto, desde el grito de la señorita Giménez hasta las noticias que radios y televisoras difundían nerviosamente? Sí. Manllet era uno de esos seres casi geniales para aplicar toda su voluntad al logro del éxito. Allá, por los comienzos de la radiotelefonía había abandonado súbitamente –el improptu parecía el signo de Manllet– el colegio secundario para estudiar los nuevos misterios de las válvulas y los circuitos. A los diecisiete años instalaba en un zaguán un taller de reparaciones, a los veinte fundaba Radio General y desde ahí, hasta los sesenta, su carrera había sido la de una flecha hacia lo alto. Desde luego, poseía una increíble capacidad para pensar sólo en sí mismo, lo cual, correlativamente, significaba usar como herramientas a los demás. Y también, desde luego, se lo odiaba como a un lúcido, cruel y frío demonio que despreciaba a la humanidad entera. La contrapartida de su riqueza y su poder era una soledad hasta los tuétanos, de la que intentaba en vano salir, hiriendo, burlándose, humillando, es decir, golpeando al prójimo para hacerse sentir de alguna manera como ser humano. Tal vez, en el fondo, Manllet fuera un hombre desesperado que buscaba acercarse a los demás de una manera inepta, algo así como escupir las puertas del cielo para pedirles que abran.
Y este extraordinario personaje había muerto en circunstancias asimismo tan extraordinarias como las que planean los fabuladores policiales.
Lo primero fue el proyectil: un pulido y pesado rulemán de acero, de casi tres centímetros de diámetro, que la policía halló allí mismo, sucio de sangre y polvo y de pelusa de la alfombra que cubría el piso. Lanzado como por una honda, había fracturado profundamente el parietal, y rodado luego por la alfombra. Según los médicos legistas el tiro había sido hecho ligeramente de abajo hacia arriba.
Lo segundo: Manllet había sido asesinado en su despacho, una vasta sala cuadrangular y lujosa de ocho metros por lado. En cada lado del cuadrado había una abertura. Tres eran puertas y daban: una, a la sala de las secretarias, donde trabajaban la señorita Giménez y dos muchachas más; la otra, de recio roble y con la cerradura de seguridad, comunicaba con un pasillo. Su única llave la tenía Manllet y estaba cerrada por dentro como siempre. La tercera daba a un salón de conferencias, donde en ese momento dos de los gerentes de Manllet –que salían a veces para consultarlo– discutían con unos clientes. La sala de las secretarias, a su vez, se comunicaba con otra de espera, donde desde hacía casi tres horas aguardaba ser recibido por Manllet un viejo matrimonio de variedades. Otros visitantes habían entrado, y salido luego de esperas cortas o largas, a ver a Manllet, que parecía posponer adrede a los dos aburridos viejos que, a ratos, descabezaban un sueñito. En la cuarta pared, justamente detrás del escritorio de Manllet, había una ventana que abría a un pequeño patio de ventilación.
Este era otro cuadrado de cinco metros de lado. Tres de sus costados los formaban muros ciegos que caían lisos y a plomo desde la terraza que coronaba el décimo piso, un cañón de treinta metros a pico imaginado por los ingenieros para dar aire y luz, pero que solo servía para arremolinar polvo y hollín. Sobre la cuarta pared, en cambio, descendía verticalmente una hilera de ventanas –una por piso– cerradas con contravidrios, fijos por exigencia del sistema de calefacción, y opacos para ocultar la árida vista de los muros ciegos. Todos eran así, excepto la de Manllet, que la había hecho convertir en practicable y la mantenía abierta invierno y verano, tal vez por padecer un poco de claustrofobia, y esto a pesar de que tal capricho obligaba a mantener en marcha eternamente los sistemas de aire acondicionado. Al fondo del hueco en la planta baja una puerta comunicaba el lúgubre patiecito con los demás del edificio.
Allí y desde hacía un mes los albañiles habían adosado al muro ciego opuesto a las ventanas un montacargas a noria para remontar ladrillos, cal y cemento hasta la terraza, donde se construían unos pabellones accesorios. Así, y hasta que concluyeron las obras, algo parecido a una jaula o cajón larguísimo y estrecho de caños de metal trepaba por la pared como una escalera, solo útil para un mono.
Por eso, cuando el comisario Bazán, luego de reconstruir con diez tajantes preguntas la situación previa al crimen, se asomó por allí, estiró los labios y, después de soltar una mala palabra, señaló apriorísticamente al asesino:
–Un mono. Solamente un mono…
Sí, era un mono, como lo descubría, ahora por vía empírica, una nena que pasaba con su madre frente al Canal 61.
–¡Mamá, allá arriba, un mono…!
La madre se detuvo, dos o tres transeúntes también. Y en seguida veinte, cien personas comenzaron a mirar hacia lo alto. Allá, sobre el coronamiento de una casa de varios pisos, lindera con el edificio Manllet, una especie de grotesco electricista trataba de arrancar de su sitio una antena de televisión. Era, desde luego, Pocky.
Después el mono desapareció entre los techos y sólo cuando unos minutos más tarde pudo establecerse un nexo entre Manllet muerto, Pocky escapado, comenzó una intrincada cacería donde mástiles y andamios hicieron de árboles y lianas de una selva desvitalizada y geométrica en la cual bomberos y policías protegidos con escudos trataban de capturar, hasta que lo consiguieron, a un mono que tiraba certeros cascotes y botellas. De inmediato se empalmaron todos esos hechos inconexos y de ellos resultó un proceso no más fantástico que muchas coyunturas históricas, como cuando, por ejemplo y en Sarajevo, las balas de un fanático que pudieron haber pasado como tantas otras a veinte centímetros del blanco dieron, en cambio, en un príncipe.
En suma resultó esto: Pocky había sido llevado dos días atrás por su dueño Alexis Ivanov, conocido amaestrador, a los estudios de Canal 61 para filmar en videotape una serie de pruebas. Como era inconveniente para la naturaleza irascible del orangután viajar todos los días de su casa al estudio, quedó allí, enjaulado, en un rincón del sector de la planta baja que servía como depósito de utilería. Esto era algo normal porque las exigencias de esa fábrica de fantasmas que era el Canal 61, habían requerido desde inofensivos perros y loros hasta desconfiadas culebras, y las jaulas solían dejarse allí. El depósito, en realidad un mundo de trastos sólo descifrable para sus encargados, abría una puerta al patio de ventilación. En teoría, y despreciando la habilidad del orangután, el pasador de la puerta de su jaula sólo podía descorrerse desde afuera. De alguna manera casual Pocky se proveyó de un alambre y, engarfiando con él el tirador, lo corrió y quedó en libertad. La puerta del depósito estaba abierta y la luz del día, aun la sumergida y triste del patiecito, lo atrajo. Salió al patio y allí estaba el montacargas, parecido al tronco vertiginoso de un árbol que se perdía en el claro allá arriba. “Una escalera para monos”, como había dicho el comisario Bazán.
Pocky lo era. Trepó pues, por ella y se detuvo -¿un minuto, in segundo?- frente a la ventana abierta del despacho de Manllet. ¿Qué pasó por aquella mente primitiva y autómata cuando vio allí, a cinco metros, la cabeza redonda, calva y tentadora de Manllet, absorto en sus papeles? Tal vez la juzgó uno más de aquellos blancos contra los cuales le habían enseñado a tirar, quizás el largo encierro lo había enfurecido y vio en Manllet a un enemigo. ¿Quién podía saberlo? Lo cierto es que, agarrado tal vez con las patas (¿o manos traseras?) aptas y fuertes, a la armazón de tubos metálicos, lanzó, con su inmenso, fortísimo y silencioso brazo, con la misma puntería con que ejecutaba sus tiros en los circos, la bola de acero que había recogido en el depósito, y luego escapó montacargas arriba.
Para enhebrar esta historia de un asesino que jamás confesaría –por lo menos en el lenguaje de los hombres- la policía halló varias evidencias fragmentarias. En el depósito aparecieron, además de innumerables pedazos de alambre, una caja, sin tapa, con bolas de acero iguales al proyectil y, cerca de la jaula, sueltas, dos o tres más, como si Pocky hubiera revuelto el contenido y sacado varias, guardando, finalmente una. El empleado encargado del depósito no supo decir quién había llevado allí esos rulemanes. Como no existía un registro ordenado de lo que entraba y salía, y allí había desde pelucas Luis XIV hasta miniaturas de cohetes astrales, saber quién dejó allí la caja era como adivinar a quiénes pertenecieron los vasos de papel abandonados en las gradas de un estadio cuando los espectadores se has ido. Aunque en el patio de ventilación no quedaron huellas de Pocky, borradas por la barahúnda de nerviosos pies que lo recorrieron enseguida, en dos o tres puntos del montacargas halláronse hebras, y aun un mechoncito, cazado por la cabeza de un tornillo al paso del orangután, de su pelo rojizo y duro.
Ninguna acusación pudo formularse contra Alexis Ivanov, el ruso amaestrador del orangután. Una y veinte veces se comprobó que, sin aquel alambre imprevisible que Pocky se había agenciado vaya a saber cómo, el mono no hubiera podido jamás abrir la jaula. Todo había sido, pues, una casualidad tan inexplicable por vía de la razón como cualquier otro azar grande o pequeño. Lo cierto es que, de inmediato, el mono y Alexis pasaron a ser el número más caro de la televisión, y que todos los domingos Pocky, con la inocencia de un ángel y la fealdad de un réprobo, repetía ante un horrorizado millón de espectadores el simulacro de un asesinato en el que Poe ya había pensado.
3
Y ahora yo caminaba despacio bajo el sol suburbano junta a aquel hombre, cuyos pasos sugerían la inevitabilidad final de la justicia y que llevaba bajo el brazo un paquete grande y redondo. Porque era poca guía lo que él, Leoni, me había dicho por teléfono esa mañana.
-Tengo novedades en el caso del orangután, y quiero que me acompañe. Lo espero hoy a las tres en la estación R…
Con mi viejo amigo, que a pesar de su retiro conservaba por su oficio una afición hecha de cuarenta años de ejercicio, habíamos discurrido muchas veces del tema. Acorazado en su experiencia -“todos los casos, o son de rutina, convénzase m’hijo, o no existen”-, Leoni no creía en la solución Pocky.
-Es demasiado complicada, ¿entiende?
-Pero recuerde que Edgar Allan Poe tiene un cuento que…
-Por eso, m’hijo, por eso… Lo que ustedes escriben –agradecí mentalmente el alto e implícito parentesco que me adjudicaba Leoni, poco avezado en distinguir jerarquías literarias- es precisamente lo que nunca podría ocurrir.
-¡Pero ahí están los hechos!
-¡Ahí están unos hechos, pero estos hechos, ¿son los hechos?
-¡Es una simple acumulación de azares, Leoni! ¡Nada más! Cuando usted se ropa en la calle con un amigo, en ese encuentro entran tantos azares como en éste. Si usted hubiera perdido el ómnibus… Si la mujer de su amigo no le hubiera encargado justamente eso que fuera a buscar…
Lo abstracto no es el fuerte de Leoni. Meneaba la cabeza, y generalmente cambiaba de tema, aunque yo insistiera:
-Y aquí no hay azar. Vea: “la ventana siempre estaba abierta: Manllet siempre estaba sentado de espaldas a ella; el montacargas estaba allí desde hacía dos meses; la caja con los rulemanes también y quizá desde tiempo atrás, y lo mismo los pedazos de alambre. Todo mono puede abrir su jaula con un gancho, cualquier animal busca la luz, cualquier orangután trepa… Vale decir: había no ya una confluencia efímera de hechos, sino una serie de virtualidades temporalmente muy extensa…
Desoyendo mis razonamientos, Leoni habló despacio, pausadamente, mientras caminábamos.
-Como supondrá, vamos a ver al asesino.
-El asesino es Pocky.
-¿Por qué se empeña en sostenerlo?
-Porque, como dijo Bazán, sólo un mono puede trepar por la armazón exterior del montacargas.
-Un hombre también puede hacerlo. No se olvide: aquí hay muchas cosas que puede hacer un mono y también un hombre.
-Segundo: sólo un mono puede sostenerse allí con los pies y quedar con las manos libres para tirar.
-Un hombre también puede sostenerse allí, sólo con los pies, si se sujeta con un cinturón de seguridad a la estructura.
-Malo. Atado así jamás podría tomar el impulso necesario para convertir en mortal el tiro del rulemán. Sólo alcanzaría a proyectar el brazo desde el hombro y hacia adelante. Pruébelo usted. En esa posición no lanza una piedra a más de quince pasos, débilmente. El orangután, en cambio, tiene unos brazos larguísimos y fuertes. Agarrado con las patas pudo separarse del montacargas lo suficiente para el envión. Además, la fuerza del golpe…
-Admitido. Pero un hombre con una honda…
-No. Para disparar una honda se necesitan dos manos. Aun si se trata de una honda de pastor, es necesario tener espacio y apoyo suficiente para revolearla. La honda no se arroja sólo con el brazo, se empuja con todo el cuerpo. Le repito. Fue el mono.
-Fue un hombre. Un hombre que pudo subir, sujetarse y disparar con una mano. Recuerde que el tiro fue hecho ligeramente de abajo hacia arriba. Es decir, lo ejecutó alguien que deliberadamente sólo quiso subir lo suficiente como para tener bajo mira la cabeza de Manllet. Un mono tiraría de arriba hacia abajo y, además hubiera subido algo más, ya que no sentía temor.
-¡Pero a Manllet lo mataron con un rulemán! ¿Con qué podrían dispararlo? ¿Con un trabuco? ¿Y la explosión, y el ruido, y el humo? Necesitaríamos un arma silenciosa, precisa, capaz de disparar con tremenda fuerza…
-Sólo con la necesaria para hundir el cráneo de un hombre. No es mucha, aunque sí más que la de un orangután.
-¿Cómo dice?
-Ya lo verá, a su tiempo.
Nos habíamos detenido frente a una casita pequeña, un par de habitaciones encaladas, separadas de la calle por una verja despintada y un jardincito ralo.
-Aquí es.
Quien salió fue una mujer de edad indescifrable porque la envejecían los contraproducentes polvos, afeites y teñidos con que trataba de parecer más joven.
-¿Su marido está?
-Sí. ¿Quieren pasar?
Los ojos que debieron ser hermosos, el ademán grandilocuente, la reverencia teatral con que franqueó la puertecita…
-Roberto está en el tallercito. ¡Carpin…tería! –tenía una curiosa manera de detenerse en una sílaba y zambullirse luego en el resto de la palabra-. Es su hobby. Después del arte… ¡Carpin…tería! ¡Lo lla…maré!
Entramos en un comedorcito donde sólo había una mesa y unas sillas baratas. En las paredes, en vez de cuadros, pendían fotografías, recortes de diarios, programas de teatro y de circo, algunos enmarcados y otros simplemente pegados, amarillentos y ajados.
-Roberto, estos señores vienen a verte. ¡Señores…, los dejo con mi marido! –echó la cabeza hacia atrás y salió como ella pensaba que debieron hacerlo Lady Macbeth o Cleopatra. Su marido, que sólo tenía ojos para su mujer, pareció volver en sí cuando se fue. Era un hombre menudo, de pelo blanco, como de unos sesenta años y todavía ágil.
-Ustedes dirán, señores –dijo, señalándonos la silla.
Leoni dejó pasar un largo minuto; otro, ya interminable; luego se quedó mirando al otro hasta que las rosadas mejillas del viejo enrojecieron.
-¿Roberto García, verdad? –dijo por fin- En el arte, Luciel Caballero.
-Sí, señor, aunque hace treinta años que dejé el circo. Hacía allí de trapecista, ¿recuerda usted?
El hombre se lanzaba desesperadamente hacia delante, como para cubrir el terco silencio donde Leoni dejaba caer cada una de sus palabras.
-El triple salto de la muerte, sin red… La gente miraba con el alma en vilo. Hasta que aquella caída me obligó a retirarme.
Sonrió, me miró, se apretó las manos.
-Ustedes dirán… repitió.
Entonces Leoni adelantó su cabeza de aurochs y habló.
-Usted estaba en el Canal 61 cuando mataron a Manllet. Leí sus declaraciones en el sumario. Manllet los había citado para las nueve de la mañana y, aunque era la cuarta vez que lo hacía, a las doce y media ustedes todavía esperaban. Vengo por eso y porque nunca creí en el cuento del orangután. Que un mono mate a un hombre, pase. Que haya un mono malabarista, bien. Pero que exista un mono a la vez malabarista y asesino, eso es improbable como un japonés tuerto que toque la guitarra con la mano izquierda y vista una camisa amarilla: cada condición limita a la otra, ¿entiende? Estas cosas no existen en la policía. Allí la rutina es todo. Yo mismo estoy aquí por rutina. Fui policía durante más de treinta años y me puse a buscar al asesino. Este tenía que cumplir varias condiciones. Cada una circunscribe a la otra, como en el caso del japonés. Esas condiciones debían ser: primero, que odiase a Manllet. Requisito general. Miles de personas lo odiaban. Segundo, que por alguna circunstancia necesitara matarlo. Tercera, que tal vez debiera hacerlo pronto, antes de que se produjera algo. Cuarto, que no pudiera acercarse fácilmente a Manllet, pues de lo contrario hubiera usado quizás un procedimiento más simple. Recuérdelo, el crimen siempre es simple. Quinto, que fuera lo suficientemente conocido en el Canal 61 como para andar por él sin mayores trabas. Esto no es difícil porque en esos ambientes las nociones de disciplina, regularidad, horario, exactitud, son flojas. Además, la mitad del edificio, por lo menos, es pública o casi pública. Sexto, que, a la vez, fuese lo suficientemente insignificante como para que esa misma presencia no fuera recordada con facilidad. Un ministro puede ir a cualquier lado, pero todos los que lo vieron recuerdan dónde estuvo. A su chofer, en cambio, nadie lo recordará. Séptimo, debía ser alguien que supiera que Manllet estaría solo un rato. Carece de sentido pensar que alguien se arriesgara a subir por el montacargas y ser visto por cualquiera que estuviese en el despacho. Octavo, que tuviese, o que construyera un arma capaz de disparar el rulemán. Noveno, que fuese suficientemente ágil como para poder trepar por el montacargas y que conservara firme el pulso.
El viejo actor escuchaba inmóvil. El plácido rosa de sus mejillas había cedido paso a unos lamparones escarlatas y a ratos toda su piel –sólo su piel, pero entera, como la de los caballeros cuando se oxean- se estremecía.
-Lo demás fue cosa de rutina. Aquí está la lista de personas que permanecían en el Canal 61 a las doce y media de la mañana, cuando ya se habían cerrado las puertas y casi todos los empleados idos. Son unas cincuenta, aunque tal vez pueda faltar alguna. Yo fui eliminando sospechosos. Por ejemplo, aunque todos odiaban a Manllet, unos eran demasiado gordos y pesados para trepar por el montacargas, otros estaban trabajando frente a sus compañeros, y así todos. Le repito: cuestión de rutina. Hablar con unos, con otros, sacar conclusiones, perder horas y horas… Al final quedó usted. Cumplía las condiciones –Leoni leyó un papelito- cuarta, quinta y sexta, e incluso la octava porque supe, por sus vecinos, su gusto por las tareas manuales. Asimismo la novena, porque había sido trapecista y aún se le ve andar con gran soltura. Y algo todavía más fundamental, sólo usted, además de la secretaria, cumplían la séptima condición. Descartada ésta, quedaba el culpable. Usted declaró que estuvo todo el tiempo en la sala de espera. Su mujer lo corroboró. La secretaria que podía verlo a través de la puerta, también. Pero ya lo del mono actuaba como una cortina de humo. Todos lo creían culpable, y por tanto, inconscientemente, restaron precisión a sus testimonios, a los que, por otra parte, juzgaban inútiles. Su mujer, por ejemplo, harta de esperar, dormitaba a ratos. Usted, también a ratos, se paseaba por la sala de espera. Probablemente salía al pasillo a estirar las piernas. Nadie recuerda estas cosas. Las secretarias, que ni siquiera podían ver íntegramente la sala de espera, no lo vigilaban. Simplemente lo veían cuando lo miraban y supusieron que lo veían siempre. Cuando a las doce y veinte se fueron dos de ellas y sólo quedó la Señorita Giménez con un ayudante, usted pudo suponer, dada la hora y razonablemente, que Manllet quedaría solo un buen rato. Es más: la Giménez cree recordar que usted preguntó si Manllet esperaba a alguien y que ella le contestó que no. Entonces usted salió, bajó por las escaleras, entró en el depósito, siempre abierto y que nadie cuidaba dado el poco valor y lo voluminoso de los cachivaches allí amontonados. Y además, la puerta principal estaba cerrada, soltó a Pocky, que en seguida ganó el patio y trepó por el montacargas en busca de la libertad y la luz, como cualquier otro mono lo hubiera hecho. Usted subió detrás y, cuando llegó a la ventana, disparó su arma con una sola mano. Sumados el metro que medía en profundidad el armazón del montacargas y el largo de sus dos brazos flexionados, tiró sobre Manllet desde sólo tres metros de distancia, es decir, sobre seguro. Un antiguo as del trapecio no podía errar desde tan cerca. Eso es todo.
Lentamente, las mejillas del viejo trapecista habían vuelto a su color normal, pero las arterias de sus sienes seguían latiendo todavía cuando contestó:
-Usted presupone. Todos saben que Pocky mató a Manllet.
Con un gesto de fastidio, Leoni desenvolvió despacio el lío redondo que había traído y de él emergió la cabeza de cera que había servido de blanco para Pocky en la audición de televisión.
-La conoce, ¿verdad? Pues bien: Pocky no mató a Manllet porque no pudo haberlo hecho. Vea.
Leoni quitó la peluca del simulacro y quedó a la vista una calavera.
-Anoche sustituí la armazón de alambre y papel pintado que utilizan en las audiciones por este otro cráneo auténtico, de huesos verdaderos y reales y relleno con algodón prensado hasta igualar la presión y el peso de un cerebro real. El rulemán de Pocky dio aquí, en la sien, como aquella otra vez y apenas rasguñó el hueso. Sin embargo, la fuerza de Pocky y proyectil seguían siendo los mismos. Manllet fue muerto por un arma cinco o seis veces más fuerte que el brazo de Pocky.
-Dice usted… un arma silenciosa… -tartamudeó el viejo malabarista- precisa, que se maneje con una mano. No… no entiendo señor. Esa arma no existe.
La cabeza de bisonte bajó un poco más. Finalmente Leoni embistió:
-Existe. Es la ballesta. Cualquier carpintero puede construir una pequeña ballesta con una viga de madera y un resorte de acero agregándole una culata para manejarla con una mano. Si quiere vamos a su tallercito. Allí encontraremos las herramientas con que las hizo. Esa arma tiene la fuerza que le falta a Pocky.
Las manos de Luciel Caballero subieron temblorosas, lenta e interminablemente hasta su rostro que luego, así enmascarado, se inclinó despacio hasta tocar la mesa. Cuando volvió a levantarse nada quedaba de aquel acróbata, convertido de pronto en un anciano destruido y pequeño cuyos ojos manaban como fuentes.
-Yo lo maté, señor, con esto… -dijo, y sacó del bolsillo un papel doblado y ajado, una página de una revista de manualidades que instruía cómo hacer, con un trozo de madera, un resorte de capot de automóvil, y una corredera de acero y otras pequeñas piezas, una suerte de ballesta corta que podía empuñarse como una pistola mediante un mecanismo de gatillo y cuya fuerza resultaba todo lo mortal que se quisiera mediante un resorte de acero suficientemente fuerte. Todo el aparato, híbrido de ballesta y pistola, incluida la pata de cabra necesaria para calzar el cable de disparo en la rueda del mecanismo a gatillo, cabía holgadamente en una cartera común, pues medía apenas treinta centímetros de largo.
-El original… lo desarmé, señor. Tiré las piezas en cualquier lado.
Estaba Leoni examinando el diseño cuando la mujer entró en el comedor.
-¡Roberto, ángel mío, el remedio!
Llevaba un frasco en una mano y en la otra una cuchara con tal solemne pompa como si fuesen las fuentes mismas de la vida. Luego de verter la poción, la acercó a la boca de su marido y en ese momento me avergoncé de mirarlos, porque desde luego cualquier extraño quedaba proscripto de la maravillosa intimidad con que se contemplaban, y aquel cariño de años compartidos, de no extinguido amor que cruza de unos ojos a otros, no vencido por la edad ni por el tiempo. El periodismo –yo soy periodista- lo acoraza a uno y en circunstancias ordinarias hubiera sonreído al ver a dos viejos enamorados. Pero ahora, cuando él acaba de confesar un crimen, estuve a punto de pronunciar dos palabras gastadas y raras veces ciertas: “Amor… amor inmortal…” Cuando él tragó la pócima, ella se retiró, gorda y redonda, erguida la cabeza atrozmente rubia, con el mismo paso de frustrada aspirante a diosa con que había entrado. Su marido la siguió con la mirada y sólo cuando la puerta se cerró tras ella, dejándonos de nuevo solos, arrancó los enamorados ojos de su imagen y regresó como aturdido, al comedor, a nuestra avergonzada presencia.
Porque Leoni también lo había visto y ahora reenvolvía con inhábiles y envarados zarpazos la cabeza de cera.
-Y bien, lo hice…, lo hice por ella. Ustedes habrán visto…
Leoni carraspeó.
-Podrá parecer raro, a mi edad, pero es así. Elina y yo nos queremos desde siempre.
De alguna manera sutil e imprevisible, ahora era Luciel Caballero quien se había adueñado del aire del recinto.
-Manllet era un demonio. Su placer era vencer, pero vencer humillando, doblegando. Elina y yo lo conocimos hace mucho. Allá en sus comienzos lo ayudamos con un poco de dinero. Él nos devolvió el préstamo, pero nunca pudo pagarnos ese favor, simplemente porque no se lo pedimos. El circo no permite hechar raíces y dejamos de vernos. Así pasaron muchos años, más de treinta, hasta que, hace dos o tres meses, perdimos todos nuestros ahorros. La vida es dura para un viejo acróbata y una actriz poco… bueno: casi desconocida, porque la pobre Elina solo sirvió… quiero decir: sólo desempeñó papelitos de relleno en compañías de segundo orden. Pensamos en Manllet. Le escribimos y nos recibió. Estaba gordo, pelado… el tiempo pasa para todos. Para ayudarnos, ordenó hacer unas tomas a Elina y a mí por si todavía servíamos para algo. Elina hizo a Ofelia, la de Hamlet, no recuerdo qué escena. Su sueño es, todavía, protagonizar grandes tragedias: Eurípides, Racine, Shakespeare, todo eso. Yo hizo no recuerdo qué: algunas volatinerías que no salieron del todo mal. A Elina la llamaron otra vez más y le filmaron otras escenas. Trágicas todas: agonías, remordimientos, celos, venganza. Vivió días de exaltación: ya se veía en los grandes teatros –inclinó la cabeza, suspiró-. Pobre Elina, ella no advierte que el tiempo pasa, que ella, ¡oh Dios! no será nunca lo que aspira a ser. Ustedes la vieron: vive así, representando siempre, pero es el ángel que todo hombre debería hallar para vivir y morir en paz. La acompañé cuando la llamaron para una nueva prueba. El cameraman me felicitó mientras Elina se cambiaba en un camarín, el dinero y el éxito nos aguardaban, nos dijo. Manllet mismo había visto las películas de prueba. Rió hasta llorar. ¡Formidable! El mejor número cómico que nunca vi, decía, ¡ahora sí puedo devolverles el favor! ¿Comprenden señores? ¡Los sueños de Elina hechos pedazos! Sus grandes papeles trágicos sólo servían para hacer llorar de risa. Manllet nos llamó. No me atreví a faltar porque Elina hubiera ido sola. Nos hizo esperar una hora, dos, tres. Otros llegaban y pasaban a su despacho. Nosotros no. Lo hacía adrede, para demostrarme su poder. Y así tres o cuatro veces. Elina es como una niña. Cada nuevo llamado la hacía olvidar el desaire anterior y la transportaba otra vez a sus sueños. Lentamente, a medida que iba conociendo mejor a Manllet por lo que decían sus empleados, los porteros, los visitantes, fui entendiendo. Manllet nos odiaba porque allá en los comienzos de carrera había unos pobres tipos, nosotros, a quienes debía alguna parte del éxito. Para un hombre como él, esto era el fuego en la llaga. Quería devolvernos, no el dinero, que esto ya lo había hecho, sino el favor cuyo resarcimiento, pobres de nosotros, no habíamos mendigado a tiempo. Teníamos una deuda de gratitud con un hombre cuya máxima vanidad fue la de no deber nada a nadie y le habíamos obligado a esperar demasiado tiempo para cancelarla. Ahora estábamos ahí, en sus manos. Él podía darnos el dinero, más que el que necesitábamos, la fama, pero la fama que él quería que tuviésemos, no la que Elina soñaba. Así nos pagaría: con la risa, con la burla, con dinero dado como limosna. Nos pagaría destruyéndonos a Elina y a mí porque le habíamos ayudado una vez. Un alma de Satanás, señor. Para matar esas larguísimas esperas –la pobrecita Elina se dormía, mi muy querida- yo salía por los pasillos, conversaba con el portero, con la gente. Muchas veces me regalaron entradas para ver las audiciones. A Elina le gustaba y ya no podíamos ir al teatro, que es demasiado caro. Así en cierto modo volvía al mundo de sus sueños y de su juventud. Casi todos en el Canal acabaron por conocerme de vista. Pude andar por todo él sin que nadie me preguntara nada. Además, sabían vagamente que yo era un viejo amigo de Manllet, un pobre diablo que iba a juntar orines en las antesalas del patrón buscando sin duda la limosna. Por eso determiné matarlo. Tenía que salvar a Elina de la humillación más terrible, de una desilusión de esas que matan, señor, y debía hacerlo antes de que ella supiera lo que pensaba Manllet. Ya tiene aquí sus condiciones uno, dos y tres. Pero no crea que construí la ballesta para ese fin. La había hecho mucho antes no más para matar el tiempo. Cuando trajeron a Pocky y conocí sus habilidades, fui a verlo. En el circo aprendí a tratar a los animales y nos hicimos amigos. De cualquier manera, hubiera matado a Manllet, pero cuando los albañiles colocaron allí el montacargas, el plan surgió solo en mi cerebro, con todos sus detalles, armado de pies a cabeza. El pobre Pocky jamás recibiría castigo porque los animales no tienen malicia ni culpa. Y en cuanto a los remordimientos… ese día hacía tres horas que esperábamos. A mediodía Manllet no esperaba a nadie. Sí, se lo pregunté a la empleada; fue un error mío… y supe que se quedaría porque un ordenanza le llevó sándwiches y naranjada. Elina entredormía, sentí que había llegado la hora y obré. Me bastaron diez minutos. Bajé al depósito por la escalera, abrí mi cartera, dejé cerca de la jaula la cajita con rulemanes, tiré algunos por allí, enganché el alambre en el pasador y dejé a Pocky en libertad. No tuve necesidad de más: De un solo salto el orangután ganó la puerta, cruzó el patio y trepó. Tensé la ballesta, la colgué del cinturón y lo seguí. Todavía tengo fuerzas. Y me asomé a la cuarta ventana… apunté. Sí señor: ligeramente hacia arriba. Usted adivinó. Manllet revisaba unos papeles, lo llamé suavemente y volvió la cabeza… nunca supo quién lo mató ni con qué. Ya ve usted que nada hay en esto contra las leyes profundas del universo. El mundo tiene un malvado menos, y no un malvado común, un simple pillo, sino un malvado soberbio. Elina puede seguir con sus esperanzas. Siempre es un crimen menor matar a un hombre que a una esperanza. Y nadie resulta culpable: sólo una criatura exenta de toda posibilidad de serlo. Pero usted no quiso que esto fuese así. Ahora tendrá un hombre en la cárcel, a una pobre mujer desesperada, a un mono sin cotización. Lo único que salva a su celo es que, de todos modos, Manllet seguirá muerto. Vamos, señor.
Mientras Roberto García o Luciel Caballero hablaba, Leoni había deshecho, sin encenderlos, un par de cigarrillos. Cuando lo advirtió barrió pausadamente las hebras de tabaco esparcidas sobre la mesa y sin mirar al acróbata dijo:
-Yo no pertenezco a la policía –se levantó-. Tal vez todo esto sólo fue una equivocación mía y una fantasía suya. Puede ser que Pocky sea realmente el culpable.
-Señora… -Elina estaba en la puerta y su gran gesto nos detenía- ¡Antes de irse una co…pita!, ¡a…nís!
La bebimos de pie, en silencio. Después Leoni murmuró con una sonrisa ceñuda:
-Dicen que para los árabes beber juntos es prenda de amistad.
Salimos.
El sol decaía y la suave tarde del otoño suburbano nos recibió entre sus doradas hojas y su cielo con barriletes al viento.
-¿Y ahora, Leoni? –le pregunté.
Se encogió de hombros.
-Me metí en este caso también por rutina. Vi que algo no andaba bien… Me exaspera que se engañe a la policía. Tal vez para convencerlos a usted y al comisario Bazán de que el crimen nunca es extraordinario.
-Entonces…
-Nada. En la jefatura me facilitaron todo lo que les pedí, pero no saben nada del resultado al que llegué. Para ellos la solución Pocky es correcta y el caso está cerrado. Les diré que tienen razón y se alegrarán. Son jóvenes. Se creen invencibles. Me palmearán alegremente la espalda y pensarán que el viejo Leoni chochea. Vea esos barriletes allá arriba. ¡Quién pudiera volver a los tiempos en que los remontaba!
Bien, quienes conocen la obra de Edgar Allan Poe, en particular Los crímenes de la calle Morgue, encontrarán los rastros que alguna vez seguí en el cuento transcripto más arriba y que conducen a advertir la forma en que Pérez Zelaschi dialoga con la obra de Poe en un nuevo texto que lo parodia al mismo tiempo que juega con las reglas del relato policial. Para los que no son tan lectores, esta reescritura es similar a la que se produce en el cine entre las obras que conocemos como emblemas de una especie (el policial, el cine de suspenso, de terror…) y sus correspondientes parodias; para algunos esto es evidente, por ejemplo, en la serie de filmes correspondientes a Scary Movie y las películas «serias» allí replicadas.
Por ahora no mucho más para decir. Espero que disfruten de esta entrada y, quizás, a partir de sus comentarios podamos entablar un diálogo en el que surjan análisis, lecturas, nuevos vínculos con mayor profundidad de análisis.