E. A. Poe/Adolfo Pérez Zelaschi: apología y parodia del relato policial

Debo decir que cuesta bastante ubicar ya digitalizado el cuento El caso del orangután malabarista de Adolfo Pérez Zelaschi. Cuando ya me había resignado a tipearlo logré encontrarlo en un blog que no aparecía en los buscadores: Rincón de Lectores

Desde allí entonces, les ofrezco el texto que alguna vez me llamó la atención (como en otras ocasiones) por el uso de la transtextualidad:

 

Adolfo Pérez Zelaschi

EL CASO DEL ORANGUTÁN MALABARISTA

Adolfo Pérez Zeleschi

 

A la memoria de Edgard Allan Poe

1

–Y ahora, amigos del aire, Pocky, el orangután… ¡a-se-si-no!

En el estudio número 3 del Canal 61 de televisión las lámparas de tiza giraron despacio para iluminar a zinc y albayalde aquella figura atrozmente disfrazada de hombre: su frac negro, su pechera blanca, su cuello rígido de donde emergían el rostro triste y feo, la melancólica jeta simiesca. Ese era Pocky, humillado por el frac y al que ahora estaban filmando en videotape. A la noche los televisores reproducirían sus habilidades ante los cientos de miles a quienes acababa de saludar por anticipado Hugo Lacasa, el mejor pagado de los actores, convertido, sin mengua de su gloria en anunciador de un mono.

Y es que para explicar el interés que despertaba Pocky un psicólogo a la moda hubiera tenido que acudir a una o varias teorías: enajenación multitudinaria, el id y el ello, la personalidad básica o la mentalidad primitiva. Cualquiera sería buena para tratar de explicar por qué, a las nueve de la noche y todos los domingos, refinadísimas damas del Barrio Norte, desmelenadas estudiantes de filosofía, hombres de negocios, obreros metalúrgicos, todo el país, en fin, permanecía media hora ante sus televisores con los ojos literalmente prendidos en ellos, redondos e inmóviles como las monedas de un museo.

Porque Pocky no era más, ni era menos, que cualquier otro orangután de circo. Sus habilidades, injertadas en su caletre a fuerza de látigo y azúcar, eran las corrientes: saltar la cuerda, sumar dígitos, cabalgar disfrazado de ecuyère y tirar pelotas a un blanco. Solo que Pocky era:

–El orangután ¡a-se-si-no! –como había proclamado Hugo Lacasa.

Pocky saludó mientras las cámaras comenzaban a rodar suavemente en un silencio de abadía. Luego volteó unas clavas, saltó a la cuerda, hizo malabares. Hubo en seguida un redoble de tambores, las trompetas lanzaron un chorro de música al aire, y Hugo Lacasa reentró en la luz.

–¡Llega el momento! ¡Pocky recibe los proyectiles mo-rr-tales!

Callaron trompetas y tambores. El domador con una reverencia entregó a Pocky –un rápido traveling hacia delante y las cámaras fotografiaron las cuatro rojas pelotas de tenis y otra bola brillante y pulida de metal, que pasaban de las manos enguantadas del amaestrador a las velludas del orangután– los proyectiles. Luces y cámaras enfocaron una baranda sobre la cual estaban colocados dos pares de muñecos en silueta, numerados y de papel. A una orden, Pocky lanzó contra ellos las pelotas rojas y en cada tiro rompió uno. Aplausos, tambores, trompetas. Entonces, en el espacio, entre los pares de siluetas ya destrozadas, emergió una calva reluciente, los ojos, la cabeza entera, el torso de un hombre de cera. En seguida Pocky echó atrás su brazo, y de sus manos partió un rayo redondo, un relámpago de metal, que rebotó en la frente del simulacro. Brotó de su sien un líquido rojo, el muñeco se inclinó  suavemente hacia adelante y, si los muñecos pueden morir, murió.

Hubo, como todos los jueves, un largo silencio. Luego tremaron sordamente los tambores y las cámaras reenfocaron la melancólica cara de Pocky mientras una voz en off anunciaba:

–Y así fue como Pocky… ¡se convirtió en asesino!

 

2

Sí, así había sido. Dos meses atrás, un diez de noviembre, poco después de mediodía, la señorita Giménez, al volver a entrar en el despacho de Pedro Manllet, el todopoderoso dueño del Canal 61 de televisión, veinte minutos después de haber tomado taquigráficamente un dictado, gritó, gritó, gritó.

Tenía razón para ello: su jefe estaba apoyado a medias en el escritorio y como dormido. La señorita Jiménez lo sacudió un poco y entonces Manllet se derrumbó grotescamente; los brazos, las piernas, la redonda barriga, la pelada cabeza ladeados para cualquier lado, y quedó a la vista la herida que tenía en la sien izquierda, de la cual brotaba, no mucha, su sangre. Entonces Alicia gritó, gritó, gritó, hasta que acudieron otros empleados, los azorados jefes y gerentes y un médico, y casi en seguida, la policía, los periodistas. Veinte minutos después ya estaba en el aire la noticia de la muerte de Manllet.

¿Era éste un hombre cuya muerte pudiera causar todo esto, desde el grito de la señorita Giménez hasta las noticias que radios y televisoras difundían nerviosamente? Sí. Manllet era uno de esos seres casi geniales para aplicar toda su voluntad al logro del éxito. Allá, por los comienzos de la radiotelefonía había abandonado súbitamente –el improptu parecía el signo de Manllet– el colegio secundario para estudiar los nuevos misterios de las válvulas y los circuitos. A los diecisiete años instalaba en un zaguán un taller de reparaciones, a los veinte fundaba Radio General y desde ahí, hasta los sesenta, su carrera había sido la de una flecha hacia lo alto. Desde luego, poseía una increíble capacidad para pensar sólo en sí mismo, lo cual, correlativamente, significaba usar como herramientas a los demás. Y también, desde luego, se lo odiaba como a un lúcido, cruel y frío demonio que despreciaba a la humanidad entera. La contrapartida de su riqueza y su poder era una soledad hasta los tuétanos, de la que intentaba en vano salir, hiriendo, burlándose, humillando, es decir, golpeando al prójimo para hacerse sentir de alguna manera como ser humano. Tal vez, en el fondo, Manllet fuera un hombre desesperado que buscaba acercarse a los demás de una manera inepta, algo así como escupir las puertas del cielo para pedirles que abran.

Y este extraordinario personaje había muerto en circunstancias asimismo tan extraordinarias como las que planean los fabuladores policiales.

Lo primero fue el proyectil: un pulido y pesado rulemán de acero, de casi tres centímetros de diámetro, que la policía halló allí mismo, sucio de sangre y polvo y de pelusa de la alfombra que cubría el piso. Lanzado como por una honda, había fracturado profundamente el parietal, y rodado luego por la alfombra. Según los médicos legistas el tiro había sido hecho ligeramente de abajo hacia arriba.

Lo segundo: Manllet había sido asesinado en su despacho, una vasta sala cuadrangular y lujosa de ocho metros por lado. En cada lado del cuadrado había una abertura. Tres eran puertas y daban: una, a la sala de las secretarias, donde trabajaban la señorita Giménez y dos muchachas más; la otra, de recio roble y con la cerradura de seguridad, comunicaba con un pasillo. Su única llave la tenía Manllet y estaba cerrada por dentro como siempre. La tercera daba a un salón de conferencias, donde en ese momento dos de los gerentes de Manllet –que salían a veces para consultarlo– discutían con unos clientes. La sala de las secretarias, a su vez, se comunicaba con otra de espera, donde desde hacía casi tres horas aguardaba ser recibido por Manllet un viejo matrimonio de variedades. Otros visitantes habían entrado, y salido luego de esperas cortas o largas, a ver a Manllet, que parecía posponer adrede a los dos aburridos viejos que, a ratos, descabezaban un sueñito. En la cuarta pared, justamente detrás del escritorio de Manllet, había una ventana que abría a un pequeño patio de ventilación.

Este era otro cuadrado de cinco metros de lado. Tres de sus costados los formaban muros ciegos que caían lisos y a plomo desde la terraza que coronaba el décimo piso, un cañón de treinta metros a pico imaginado por los ingenieros para dar aire y luz, pero que solo servía para arremolinar polvo y hollín. Sobre la cuarta pared, en cambio, descendía verticalmente una hilera de ventanas –una por piso– cerradas con contravidrios, fijos por exigencia del sistema de calefacción, y opacos para ocultar la árida vista de los muros ciegos. Todos eran así, excepto la de Manllet, que la había hecho convertir en practicable y la mantenía abierta invierno y verano, tal vez por padecer un poco de claustrofobia, y esto a pesar de que tal capricho obligaba a mantener en marcha eternamente los sistemas de aire acondicionado. Al fondo del hueco en la planta baja una puerta comunicaba el lúgubre patiecito con los demás del edificio.

Allí y desde hacía un mes los albañiles habían adosado al muro ciego opuesto a las ventanas un montacargas a noria para remontar ladrillos, cal y cemento hasta la terraza, donde se construían unos pabellones accesorios. Así, y hasta que concluyeron las obras, algo parecido a una jaula o cajón larguísimo y estrecho de caños de metal trepaba por la pared como una escalera, solo útil para un mono.

Por eso, cuando el comisario Bazán, luego de reconstruir con diez tajantes preguntas la situación previa al crimen, se asomó por allí, estiró los labios y, después de soltar una mala palabra, señaló apriorísticamente al asesino:

–Un mono. Solamente un mono…

Sí, era un mono, como lo descubría, ahora por vía empírica, una nena que pasaba con su madre frente al Canal 61.

–¡Mamá, allá arriba, un mono…!

La madre se detuvo, dos o tres transeúntes también. Y en seguida veinte, cien personas comenzaron a mirar hacia lo alto. Allá, sobre el coronamiento de una casa de varios pisos, lindera con el edificio Manllet, una especie de grotesco electricista trataba de arrancar de su sitio una antena de televisión.  Era, desde luego, Pocky.

Después el mono desapareció entre los techos y sólo cuando unos minutos más tarde pudo establecerse un nexo entre Manllet muerto, Pocky escapado, comenzó una intrincada cacería donde mástiles y andamios hicieron de árboles y lianas de una selva desvitalizada y geométrica en la cual bomberos y policías protegidos con escudos trataban de capturar, hasta que lo consiguieron, a un mono que tiraba certeros cascotes y botellas. De inmediato se empalmaron todos esos hechos inconexos y de ellos resultó un proceso no más fantástico que muchas coyunturas históricas, como cuando, por ejemplo y en Sarajevo, las balas de un fanático que pudieron haber pasado como tantas otras a veinte centímetros del blanco dieron, en cambio, en un príncipe.

En suma resultó esto: Pocky había sido llevado dos días atrás por su dueño Alexis Ivanov, conocido amaestrador, a los estudios de Canal 61 para filmar en videotape una serie de pruebas. Como era inconveniente para la naturaleza irascible del orangután viajar todos los días de su casa al estudio, quedó allí, enjaulado, en un rincón del sector de la planta baja que servía como depósito de utilería. Esto era algo normal porque las exigencias de esa fábrica de fantasmas que era el Canal 61, habían requerido desde inofensivos perros y loros hasta desconfiadas culebras, y las jaulas solían dejarse allí. El depósito, en realidad un mundo de trastos sólo descifrable para sus encargados, abría una puerta al patio de ventilación. En teoría, y despreciando la habilidad del orangután, el pasador de la puerta de su jaula sólo podía descorrerse desde afuera. De alguna manera casual Pocky se proveyó de un alambre y, engarfiando con él el tirador, lo corrió y quedó en libertad. La puerta del depósito estaba abierta y la luz del día, aun la sumergida y triste del patiecito, lo atrajo. Salió al patio y allí estaba el montacargas, parecido al tronco vertiginoso de un árbol que se perdía en el claro allá arriba. “Una escalera para monos”, como había dicho el comisario Bazán.

Pocky lo era. Trepó pues, por ella y se detuvo -¿un minuto, in segundo?- frente a la ventana abierta del despacho de Manllet. ¿Qué pasó por aquella mente primitiva y autómata cuando vio allí, a cinco metros, la cabeza redonda, calva y tentadora de Manllet, absorto en sus papeles? Tal vez la juzgó uno más de aquellos blancos contra los cuales le habían enseñado a tirar, quizás el largo encierro lo había enfurecido y vio en Manllet a un enemigo. ¿Quién podía saberlo? Lo cierto es que, agarrado tal vez con las patas (¿o manos traseras?) aptas y fuertes, a la armazón de tubos metálicos, lanzó, con su inmenso, fortísimo y silencioso brazo, con la misma puntería con que ejecutaba sus tiros en los circos, la bola de acero que había recogido en el depósito, y luego escapó montacargas arriba.

Para enhebrar esta historia de un asesino que jamás confesaría –por lo menos en el lenguaje de los hombres- la policía halló varias evidencias fragmentarias. En el depósito aparecieron, además de innumerables pedazos de alambre, una caja, sin tapa, con bolas de acero iguales al proyectil y, cerca de la jaula, sueltas, dos o tres más, como si Pocky hubiera revuelto el contenido y sacado varias, guardando, finalmente una. El empleado encargado del depósito no supo decir quién había llevado allí esos rulemanes. Como no existía un registro ordenado de lo que entraba y salía, y allí había desde pelucas Luis XIV hasta miniaturas de cohetes astrales, saber quién dejó allí la caja era como adivinar a quiénes pertenecieron los vasos de papel abandonados en las gradas de un estadio cuando los espectadores se has ido. Aunque en el patio de ventilación no quedaron huellas de Pocky, borradas por la barahúnda de nerviosos pies que lo recorrieron enseguida, en dos o tres puntos del montacargas halláronse hebras, y aun un mechoncito, cazado por la cabeza de un tornillo al paso del orangután, de su pelo rojizo y duro.

Ninguna acusación pudo formularse contra Alexis Ivanov, el ruso amaestrador del orangután. Una y veinte veces se comprobó que, sin aquel alambre imprevisible que Pocky se había agenciado vaya a saber cómo, el mono no hubiera podido jamás abrir la jaula. Todo había sido, pues, una casualidad tan inexplicable por vía de la razón como cualquier otro azar grande o pequeño. Lo cierto es que, de inmediato, el mono y Alexis pasaron a ser el número más caro de la televisión, y que todos los domingos Pocky, con la inocencia de un ángel y la fealdad de un réprobo, repetía ante un horrorizado millón de espectadores el simulacro de un asesinato en el que Poe ya había pensado.

 

3

Y ahora yo caminaba despacio bajo el sol suburbano junta a aquel hombre, cuyos pasos sugerían la inevitabilidad final de la justicia y que llevaba bajo el brazo un paquete grande y redondo. Porque era poca guía lo que él, Leoni, me había dicho por teléfono esa mañana.

-Tengo novedades en el caso del orangután, y quiero que me acompañe. Lo espero hoy a las tres en la estación R…

Con mi viejo amigo, que a pesar de su retiro conservaba por su oficio una afición hecha de cuarenta años de ejercicio, habíamos discurrido muchas veces del tema. Acorazado en su experiencia  -“todos los casos, o son de rutina, convénzase m’hijo, o no existen”-, Leoni no creía en la solución Pocky.

-Es demasiado complicada, ¿entiende?

-Pero recuerde que Edgar Allan Poe tiene un cuento que…

-Por eso, m’hijo, por eso… Lo que ustedes escriben –agradecí mentalmente el alto e implícito parentesco que me adjudicaba Leoni, poco avezado en distinguir jerarquías literarias- es precisamente lo que nunca podría ocurrir.

-¡Pero ahí están los hechos!

-¡Ahí están unos hechos, pero estos hechos, ¿son los hechos?

-¡Es una simple acumulación de azares, Leoni! ¡Nada más! Cuando usted se ropa en la calle con un amigo, en ese encuentro entran tantos azares como en éste. Si usted hubiera perdido el ómnibus… Si la mujer de su amigo no le hubiera encargado justamente eso que fuera a buscar…

Lo abstracto no es el fuerte de Leoni. Meneaba la cabeza, y generalmente cambiaba de tema, aunque yo insistiera:

-Y aquí no hay azar. Vea: “la ventana siempre estaba abierta: Manllet siempre estaba sentado de espaldas a ella; el montacargas estaba allí desde hacía dos meses; la caja con los rulemanes también y quizá desde tiempo atrás, y lo mismo los pedazos de alambre. Todo mono puede abrir su jaula con un gancho, cualquier animal busca la luz, cualquier orangután trepa… Vale decir: había no ya una confluencia efímera de hechos, sino una serie de virtualidades temporalmente muy extensa…

Desoyendo mis razonamientos, Leoni habló despacio, pausadamente, mientras caminábamos.

-Como supondrá, vamos a ver al asesino.

-El asesino es Pocky.

-¿Por qué se empeña en sostenerlo?

-Porque, como dijo Bazán, sólo un mono puede trepar por la armazón exterior del montacargas.

-Un hombre también puede hacerlo. No se olvide: aquí hay muchas cosas que puede hacer un mono y también un hombre.

-Segundo: sólo un mono puede sostenerse allí con los pies y quedar con las manos libres para tirar.

-Un hombre también puede sostenerse allí, sólo con los pies, si se sujeta con un cinturón de seguridad a la estructura.

-Malo. Atado así jamás podría tomar el impulso necesario para convertir en mortal el tiro del rulemán. Sólo alcanzaría a proyectar el brazo desde el hombro y hacia adelante. Pruébelo usted. En esa posición no lanza una piedra a más de quince pasos, débilmente. El orangután, en cambio, tiene unos brazos larguísimos y fuertes. Agarrado con las patas pudo separarse del montacargas lo suficiente para el envión. Además, la fuerza del golpe…

-Admitido. Pero un hombre con una honda…

-No. Para disparar una honda se necesitan dos manos. Aun si se trata de una honda de pastor, es necesario tener espacio y apoyo suficiente para revolearla. La honda no se arroja sólo con el brazo, se empuja con todo el cuerpo. Le repito. Fue el mono.

-Fue un hombre. Un hombre que pudo subir, sujetarse y disparar con una mano. Recuerde que el tiro fue hecho ligeramente de abajo hacia arriba. Es decir, lo ejecutó alguien que deliberadamente sólo quiso subir lo suficiente como para tener bajo mira la cabeza de Manllet. Un mono tiraría de arriba hacia abajo y, además hubiera subido algo más, ya que no sentía temor.

-¡Pero a Manllet lo mataron con un rulemán! ¿Con qué podrían dispararlo? ¿Con un trabuco? ¿Y la explosión, y el ruido, y el humo? Necesitaríamos un arma silenciosa, precisa, capaz de disparar con tremenda fuerza…

-Sólo con la necesaria para hundir el cráneo de un hombre. No es mucha, aunque sí más que la de un orangután.

-¿Cómo dice?

-Ya lo verá, a su tiempo.

Nos habíamos detenido frente a una casita pequeña, un par de habitaciones encaladas, separadas de la calle por una verja despintada y un jardincito ralo.

-Aquí es.

Quien salió fue una mujer de edad indescifrable porque la envejecían los contraproducentes polvos, afeites y teñidos con que trataba de parecer más joven.

-¿Su marido está?

-Sí. ¿Quieren pasar?

Los ojos que debieron ser hermosos, el ademán grandilocuente, la reverencia teatral con que franqueó la puertecita…

-Roberto está en el tallercito. ¡Carpin…tería! –tenía una curiosa manera de detenerse en una sílaba y zambullirse luego en el resto de la palabra-. Es su hobby. Después del arte… ¡Carpin…tería! ¡Lo lla…maré!

Entramos en un comedorcito donde sólo había una mesa y unas sillas baratas. En las paredes, en vez de cuadros, pendían fotografías, recortes de diarios, programas de teatro y de circo, algunos enmarcados y otros simplemente pegados, amarillentos y ajados.

-Roberto, estos señores vienen a verte. ¡Señores…, los dejo con mi marido! –echó la cabeza hacia atrás y salió como ella pensaba que debieron hacerlo Lady Macbeth o Cleopatra. Su marido, que sólo tenía ojos para su mujer, pareció volver en sí cuando se fue. Era un hombre menudo, de pelo blanco, como de unos sesenta años y todavía ágil.

-Ustedes dirán, señores –dijo, señalándonos la silla.

Leoni dejó pasar un largo minuto; otro, ya interminable; luego se quedó mirando al otro hasta que las rosadas mejillas del viejo enrojecieron.

-¿Roberto García, verdad? –dijo por fin- En el arte, Luciel Caballero.

-Sí, señor, aunque hace treinta años que dejé el circo. Hacía allí de trapecista, ¿recuerda usted?

El hombre se lanzaba desesperadamente hacia delante, como para cubrir el terco silencio donde Leoni dejaba caer cada una de sus palabras.

-El triple salto de la muerte, sin red… La gente miraba con el alma en vilo. Hasta que aquella caída me obligó a retirarme.

Sonrió, me miró, se apretó las manos.

-Ustedes dirán… repitió.

Entonces Leoni adelantó su cabeza de aurochs y habló.

-Usted estaba en el Canal 61 cuando mataron a Manllet. Leí sus declaraciones en el sumario. Manllet los había citado para las nueve de la mañana y, aunque era la cuarta vez que lo hacía, a las doce y media ustedes todavía esperaban. Vengo por eso y porque nunca creí en el cuento del orangután. Que un mono mate a un hombre, pase. Que haya un mono malabarista, bien. Pero que exista un mono a la vez malabarista y asesino, eso es improbable como un japonés tuerto que toque la guitarra con la mano izquierda y vista una camisa amarilla: cada condición limita a la otra, ¿entiende? Estas cosas no existen en la policía. Allí la rutina es todo. Yo mismo estoy aquí por rutina. Fui policía durante más de treinta años y me puse a buscar al asesino. Este tenía que cumplir varias condiciones. Cada una circunscribe a la otra, como en el caso del japonés. Esas condiciones debían ser: primero, que odiase a Manllet. Requisito general. Miles de personas lo odiaban. Segundo, que por alguna circunstancia necesitara matarlo. Tercera, que tal vez debiera hacerlo pronto, antes de que se produjera algo. Cuarto, que no pudiera acercarse fácilmente a Manllet, pues de lo contrario hubiera usado quizás un procedimiento más simple. Recuérdelo, el crimen siempre es simple. Quinto, que fuera lo suficientemente conocido en el Canal 61 como para andar por él sin mayores trabas. Esto no es difícil porque en esos ambientes las nociones de disciplina, regularidad, horario, exactitud, son flojas. Además, la mitad del edificio, por lo menos, es pública o casi pública. Sexto, que, a la vez, fuese lo suficientemente insignificante como para que esa misma presencia no fuera recordada con facilidad. Un ministro puede ir a cualquier lado, pero todos los que lo vieron recuerdan dónde estuvo. A su chofer, en cambio, nadie lo recordará. Séptimo, debía ser alguien que supiera que Manllet estaría solo un rato. Carece de sentido pensar que alguien se arriesgara a subir por el montacargas y ser visto por cualquiera que estuviese en el despacho. Octavo, que tuviese, o que construyera un arma capaz de disparar el rulemán. Noveno, que fuese suficientemente ágil como para poder trepar por el montacargas y que conservara firme el pulso.

El viejo actor escuchaba inmóvil. El plácido rosa de sus mejillas había cedido paso a unos lamparones escarlatas y a ratos toda su piel –sólo su piel, pero entera, como la de los caballeros cuando se oxean- se estremecía.

-Lo demás fue cosa de rutina. Aquí está la lista de personas que permanecían en el Canal 61 a las doce y media de la mañana, cuando ya se habían cerrado las puertas y casi todos los empleados idos. Son unas cincuenta, aunque tal vez pueda faltar alguna. Yo fui eliminando sospechosos. Por ejemplo, aunque todos odiaban a Manllet, unos eran demasiado gordos y pesados para trepar por el montacargas, otros estaban trabajando frente a sus compañeros, y así todos. Le repito: cuestión de rutina. Hablar con unos, con otros, sacar conclusiones, perder horas y horas… Al final quedó usted. Cumplía las condiciones –Leoni leyó un papelito- cuarta, quinta y sexta, e incluso la octava porque supe, por sus vecinos, su gusto por las tareas manuales. Asimismo la novena, porque había sido trapecista y aún se le ve andar con gran soltura. Y algo todavía más fundamental, sólo usted, además de la secretaria, cumplían la séptima condición. Descartada ésta, quedaba el culpable. Usted declaró que estuvo todo el tiempo en la sala de espera. Su mujer lo corroboró. La secretaria que podía verlo a través de la puerta, también. Pero ya lo del mono actuaba como una cortina de humo. Todos lo creían culpable, y por tanto, inconscientemente, restaron precisión a sus testimonios, a los que, por otra parte, juzgaban inútiles. Su mujer, por ejemplo, harta de esperar, dormitaba a ratos. Usted, también a ratos, se paseaba por la sala de espera. Probablemente salía al pasillo a estirar las piernas. Nadie recuerda estas cosas. Las secretarias, que ni siquiera podían ver íntegramente la sala de espera, no lo vigilaban. Simplemente lo veían cuando lo miraban y supusieron que lo veían siempre. Cuando a las doce y veinte se fueron dos de ellas y sólo quedó la Señorita Giménez con un ayudante, usted pudo suponer, dada la hora y razonablemente, que Manllet quedaría solo un buen rato. Es más: la Giménez cree recordar que usted preguntó si Manllet esperaba a alguien y que ella le contestó que no. Entonces usted salió, bajó por las escaleras, entró en el depósito, siempre abierto y que nadie cuidaba dado el poco valor y lo voluminoso de los cachivaches allí amontonados. Y además, la puerta principal estaba cerrada, soltó a Pocky, que en seguida ganó el patio y trepó por el montacargas en busca de la libertad y la luz, como cualquier otro mono lo hubiera hecho. Usted subió detrás y, cuando llegó a la ventana, disparó su arma con una sola mano. Sumados el metro que medía en profundidad el armazón del montacargas y el largo de sus dos brazos flexionados, tiró sobre Manllet desde sólo tres metros de distancia, es decir, sobre seguro. Un antiguo as del trapecio no podía errar desde tan cerca. Eso es todo.

Lentamente, las mejillas del viejo trapecista habían vuelto a su color normal, pero las arterias de sus sienes seguían latiendo todavía cuando contestó:

-Usted presupone. Todos saben que Pocky mató a Manllet.

Con un gesto de fastidio, Leoni desenvolvió despacio el lío redondo que había traído y de él emergió la cabeza de cera que había servido de blanco para Pocky en la audición de televisión.

-La conoce, ¿verdad? Pues bien: Pocky no mató a Manllet porque no pudo haberlo hecho. Vea.

Leoni quitó la peluca del simulacro y quedó a la vista una calavera.

-Anoche sustituí la armazón de alambre y papel pintado que utilizan en las audiciones por este otro cráneo auténtico, de huesos verdaderos y reales y relleno con algodón prensado hasta igualar la presión y el peso de un cerebro real. El rulemán de Pocky dio aquí, en la sien, como aquella otra vez y apenas rasguñó el hueso. Sin embargo, la fuerza de Pocky y proyectil seguían siendo los mismos. Manllet fue muerto por un arma cinco o seis veces más fuerte que el brazo de Pocky.

-Dice usted… un arma silenciosa… -tartamudeó el viejo malabarista- precisa, que se maneje con una mano. No… no entiendo señor. Esa arma no existe.

La cabeza de bisonte bajó un poco más. Finalmente Leoni embistió:

-Existe. Es la ballesta. Cualquier carpintero puede construir una pequeña ballesta con una viga de madera y un resorte de acero agregándole una culata para manejarla con una mano. Si quiere vamos a su tallercito. Allí encontraremos las herramientas con que las hizo. Esa arma tiene la fuerza que le falta a Pocky.

Las manos de Luciel Caballero subieron temblorosas, lenta e interminablemente hasta su rostro que luego, así enmascarado, se inclinó despacio hasta tocar la mesa. Cuando volvió a levantarse nada quedaba de aquel acróbata, convertido de pronto en un anciano destruido y pequeño cuyos ojos manaban como fuentes.

-Yo lo maté, señor, con esto… -dijo, y sacó del bolsillo un papel doblado y ajado, una página de una revista de manualidades que instruía cómo hacer, con un trozo de madera, un resorte de capot de automóvil, y una corredera de acero y otras pequeñas piezas, una suerte de ballesta corta que podía empuñarse como una pistola mediante un mecanismo de gatillo y cuya fuerza resultaba todo lo mortal que se quisiera mediante un resorte de acero suficientemente fuerte. Todo el aparato, híbrido de ballesta y pistola, incluida la pata de cabra necesaria para calzar el cable de disparo en la rueda del mecanismo a gatillo, cabía holgadamente en una cartera común, pues medía apenas treinta centímetros de largo.

-El original… lo desarmé, señor. Tiré las piezas en cualquier lado.

Estaba Leoni examinando el diseño cuando la mujer entró en el comedor.

-¡Roberto, ángel mío, el remedio!

Llevaba un frasco en una mano y en la otra una cuchara con tal solemne pompa como si fuesen las fuentes mismas de la vida. Luego de verter la poción, la acercó a la boca de su marido y en ese momento me avergoncé de mirarlos, porque desde luego cualquier extraño quedaba proscripto de la maravillosa intimidad con que se contemplaban, y aquel cariño de años compartidos, de no extinguido amor que cruza de unos ojos a otros, no vencido por la edad ni por el tiempo. El periodismo –yo soy periodista- lo acoraza a uno y en circunstancias ordinarias hubiera sonreído al ver a dos viejos enamorados. Pero ahora, cuando él acaba de confesar un crimen, estuve a punto de pronunciar dos palabras gastadas y raras veces ciertas: “Amor… amor inmortal…” Cuando él tragó la pócima, ella se retiró, gorda y redonda, erguida la cabeza atrozmente rubia, con el mismo paso de frustrada aspirante a diosa con que había entrado. Su marido la siguió con la mirada y sólo cuando la puerta se cerró tras ella, dejándonos de nuevo solos, arrancó los enamorados ojos de su imagen y regresó como aturdido, al comedor, a nuestra avergonzada presencia.

Porque Leoni también lo había visto y ahora reenvolvía con inhábiles y envarados zarpazos la cabeza de cera.

-Y bien, lo hice…, lo hice por ella. Ustedes habrán visto…

Leoni carraspeó.

-Podrá parecer raro, a mi edad, pero es así. Elina y yo nos queremos desde siempre.

De alguna manera sutil e imprevisible, ahora era Luciel Caballero quien se había adueñado del aire del recinto.

-Manllet era un demonio. Su placer era vencer, pero vencer humillando, doblegando. Elina y yo lo conocimos hace mucho. Allá en sus comienzos lo ayudamos con un poco de dinero. Él nos devolvió el préstamo, pero nunca pudo pagarnos ese favor, simplemente porque no se lo pedimos. El circo no permite hechar raíces y dejamos de vernos. Así pasaron muchos años, más de treinta, hasta que, hace dos o tres meses, perdimos todos nuestros ahorros. La vida es dura para un viejo acróbata y una actriz poco… bueno: casi desconocida, porque la pobre Elina solo sirvió… quiero decir: sólo desempeñó papelitos de relleno en compañías de segundo orden. Pensamos en Manllet. Le escribimos y nos recibió. Estaba gordo, pelado… el tiempo pasa para todos. Para ayudarnos, ordenó hacer unas tomas a Elina y a mí por si todavía servíamos para algo. Elina hizo a Ofelia, la de Hamlet, no recuerdo qué escena. Su sueño es, todavía, protagonizar grandes tragedias: Eurípides, Racine, Shakespeare, todo eso. Yo hizo no recuerdo qué: algunas volatinerías que no salieron del todo mal. A Elina la llamaron otra vez más y le filmaron otras escenas. Trágicas todas: agonías, remordimientos, celos, venganza. Vivió días de exaltación: ya se veía en los grandes teatros –inclinó la cabeza, suspiró-. Pobre Elina, ella no advierte que el tiempo pasa, que ella, ¡oh Dios! no será nunca lo que aspira a ser. Ustedes la vieron: vive así, representando siempre, pero es el ángel que todo hombre debería hallar para vivir y morir en paz. La acompañé cuando la llamaron para una nueva prueba. El cameraman me felicitó mientras Elina se cambiaba en un camarín, el dinero y el éxito nos aguardaban, nos dijo. Manllet mismo había visto las películas de prueba. Rió hasta llorar. ¡Formidable! El mejor número cómico que nunca vi, decía, ¡ahora sí puedo devolverles el favor! ¿Comprenden señores? ¡Los sueños de Elina hechos pedazos! Sus grandes papeles trágicos sólo servían para hacer llorar de risa. Manllet nos llamó. No me atreví a faltar porque Elina hubiera ido sola. Nos hizo esperar una hora, dos, tres. Otros llegaban y pasaban a su despacho. Nosotros no. Lo hacía adrede, para demostrarme su poder. Y así tres o cuatro veces. Elina es como una niña. Cada nuevo llamado la hacía olvidar el desaire anterior y la transportaba otra vez a sus sueños. Lentamente, a medida que iba conociendo mejor a Manllet por lo que decían sus empleados, los porteros, los visitantes, fui entendiendo. Manllet nos odiaba porque allá en los comienzos de carrera había unos pobres tipos, nosotros, a quienes debía alguna parte del éxito. Para un hombre como él, esto era el fuego en la llaga. Quería devolvernos, no el dinero, que esto ya lo había hecho, sino el favor cuyo resarcimiento, pobres de nosotros, no habíamos mendigado a tiempo. Teníamos una deuda de gratitud con un hombre cuya máxima vanidad fue la de no deber nada a nadie y le habíamos obligado a esperar demasiado tiempo para cancelarla. Ahora estábamos ahí, en sus manos. Él podía darnos el dinero, más que el que necesitábamos, la fama, pero la fama que él quería que tuviésemos, no la que Elina soñaba. Así nos pagaría: con la risa, con la burla, con dinero dado como limosna. Nos pagaría destruyéndonos a Elina y a mí porque le habíamos ayudado una vez. Un alma de Satanás, señor. Para matar esas larguísimas esperas –la pobrecita Elina se dormía, mi muy querida- yo salía por los pasillos, conversaba con el portero, con la gente. Muchas veces me regalaron entradas para ver las audiciones. A Elina le gustaba y ya no podíamos ir al teatro, que es demasiado caro. Así en cierto modo volvía al mundo de sus sueños y de su juventud. Casi todos en el Canal acabaron por conocerme de vista. Pude andar por todo él sin que nadie me preguntara nada. Además, sabían vagamente que yo era un viejo amigo de Manllet, un pobre diablo que iba a juntar orines en las antesalas del patrón buscando sin duda la limosna. Por eso determiné matarlo. Tenía que salvar a Elina de la humillación más terrible, de una desilusión de esas que matan, señor, y debía hacerlo antes de que ella supiera lo que pensaba Manllet. Ya tiene aquí sus condiciones uno, dos y tres. Pero no crea que construí la ballesta para ese fin. La había hecho mucho antes no más para matar el tiempo. Cuando trajeron a Pocky y conocí sus habilidades, fui a verlo. En el circo aprendí a tratar a los animales y nos hicimos amigos. De cualquier manera, hubiera matado a Manllet, pero cuando los albañiles colocaron allí el montacargas, el plan surgió solo en mi cerebro, con todos sus detalles, armado de pies a cabeza. El pobre Pocky jamás recibiría castigo porque los animales no tienen malicia ni culpa. Y en cuanto a los remordimientos… ese día hacía tres horas que esperábamos. A mediodía Manllet no esperaba a nadie. Sí, se lo pregunté a la empleada; fue un error mío… y supe que se quedaría porque un ordenanza le llevó sándwiches y naranjada. Elina entredormía, sentí que había llegado la hora y obré. Me bastaron diez minutos. Bajé al depósito por la escalera, abrí mi cartera, dejé cerca de la jaula la cajita con rulemanes, tiré algunos por allí, enganché el alambre en el pasador y dejé a Pocky en libertad. No tuve necesidad de más: De un solo salto el orangután ganó la puerta, cruzó el patio y trepó. Tensé la ballesta, la colgué del cinturón y lo seguí. Todavía tengo fuerzas. Y me asomé a la cuarta ventana… apunté. Sí señor: ligeramente hacia arriba. Usted adivinó. Manllet revisaba unos papeles, lo llamé suavemente y volvió la cabeza… nunca supo quién lo mató ni con qué. Ya ve usted que nada hay en esto contra las leyes profundas del universo. El mundo tiene un malvado menos, y no un malvado común, un simple pillo, sino un malvado soberbio. Elina puede seguir con sus esperanzas. Siempre es un crimen menor matar a un hombre que a una esperanza. Y nadie resulta culpable: sólo una criatura exenta de toda posibilidad de serlo. Pero usted no quiso que esto fuese así. Ahora tendrá un hombre en la cárcel, a una pobre mujer desesperada, a un mono sin cotización. Lo único que salva a su celo es que, de todos modos, Manllet seguirá muerto. Vamos, señor.

Mientras Roberto García o Luciel Caballero hablaba, Leoni había deshecho, sin encenderlos, un par de cigarrillos. Cuando lo advirtió barrió pausadamente las hebras de tabaco esparcidas sobre la mesa y sin mirar al acróbata dijo:

-Yo no pertenezco a la policía –se levantó-. Tal vez todo esto sólo fue una equivocación mía y una fantasía suya. Puede ser que Pocky sea realmente el culpable.

-Señora… -Elina estaba en la puerta y su gran gesto nos detenía- ¡Antes de irse una co…pita!, ¡a…nís!

La bebimos de pie, en silencio. Después Leoni murmuró con una sonrisa ceñuda:

-Dicen que para los árabes beber juntos es prenda de amistad.

Salimos.

El sol decaía y la suave tarde del otoño suburbano nos recibió entre sus doradas hojas y su cielo con barriletes al viento.

-¿Y ahora, Leoni? –le pregunté.

Se encogió de hombros.

-Me metí en este caso también por rutina. Vi que algo no andaba bien… Me exaspera que se engañe a la policía. Tal vez para convencerlos a usted y al comisario Bazán de que el crimen nunca es extraordinario.

-Entonces…

-Nada. En la jefatura me facilitaron todo lo que les pedí, pero no saben nada del resultado al que llegué. Para ellos la solución Pocky es correcta y el caso está cerrado. Les diré que tienen razón y se alegrarán. Son jóvenes. Se creen invencibles. Me palmearán alegremente la espalda y pensarán que el viejo Leoni chochea. Vea esos barriletes allá arriba. ¡Quién pudiera volver a los tiempos en que los remontaba!

    Bien, quienes conocen la obra de Edgar Allan Poe, en particular Los crímenes de la calle Morgue, encontrarán los rastros que alguna vez seguí en el cuento transcripto más arriba y que conducen a advertir la forma en que Pérez Zelaschi dialoga con la obra de Poe en un nuevo texto que lo parodia al mismo tiempo que juega con las reglas del relato policial. Para los que no son tan lectores, esta reescritura es similar a la que se produce en el cine entre las obras que conocemos como emblemas de una especie (el policial, el cine de suspenso, de terror…) y sus correspondientes parodias; para algunos esto es evidente, por ejemplo, en la serie de filmes correspondientes a Scary Movie y las películas «serias» allí replicadas.

Por ahora no mucho más para decir. Espero que disfruten de esta entrada y, quizás, a partir de sus comentarios podamos entablar un diálogo en el que surjan análisis, lecturas, nuevos vínculos con mayor profundidad de análisis.

Denevi y Jacobs… y una versión de Alberto Laiseca

     Para todos aquellos a quienes les interesa, como a mí, la forma en que dialogan los textos he aquí uno entre dos autores conocidos pero no por ello menos sorprendentes. Quien está acostumbrado a otros estilos de estos escritores se sorprenderá con lo que aquí aparece de Marco Denevi; otros en cambio seguirán la veta de otros tantos textos de este autor en los que parodia, desacraliza, transgrede y resignifica historias.

Denevi

No meter la pata con la pata de mono.
(Marco Denevi)

     Los otros días fui a ver La pata de mono, un cuento de cierto señor W. W. Jacobs, a quien no conozco, adaptada para el teatro por otro señor Marco Denevi, a quien conozco menos.
La acción transcurre en una casa de clase media, en Inglaterra. Allí vive el matrimonio White con su hijo Herbert, un muchacho simpático. Es de noche y afuera sopla el viento. Llega un tal Morris, sargento mayor o cosa así. Acaba de regresar de la India y trae consigo una pata de mono disecada. Dice que es un amuleto al que un faquir dotó de poderes mágicos: tres hombres pueden pedirle, cada uno, tres deseos, y la pata de mono se los concederá. Después de varios dimes y diretes que no interesan, la pata de mono queda en poder de los White y su hijo Herbert induce al señor White a pedirle algo a la pata, así, como una broma. El señor White le pide doscientas libras, suma modesta que alcanzaría para pagar la hipoteca de la casa. Apenas ha formulado su deseo, el señor White lanza un grito y arroja la pata de mono al suelo: asegura que la pata se retorció en su mano como una víbora. La mujer y el hijo fingen creer que todo es pura imaginación, pero se veía que estaban impresionados. También yo. Se van a dormir y termina el primer acto.
El segundo transcurre a la mañana siguiente. Herbert se dirige a su empleo en una fábrica. El matrimonio White sigue comentando (la escena es aburrida y demasiado larga) lo que sucedió la noche anterior con la pata de mono. Llaman a la puerta. La señora White abre. Es un hombre vestido de negro y muy nervioso. Lo hacen entrar. El desconocido no se decide a hablar claro. Al fin, después de muchas vueltas, revela el objeto de su visita: es un enviado de la fábrica donde trabaja Herbert, viene a anunciarles que al muchacho lo agarró una máquina y, bueno, murió. El señor y la señora White, espantados, aturdidos por la terrible noticia, no se mueven. Entonces el hombre les ofrece, como indemnización por la muerte de Herbert, doscientas libras. La señora White lanza un alarido y el señor White cae desmayado. Fin del segundo acto.
Tercero y último acto. Otra vez de noche. El señor White mira el vuelo de una mosca imaginaria. La señora White va y viene como una sonámbula. Pronuncia frases distraídas, las interrumpe por la mitad, se queda con la vista perdida en el vacío. Los dos pobres viejos están como idiotizados por el dolor. Y de golpe la señora White empieza a gritar:
-¡La pata de mono! ¡La pata de mono! ¿Dónde está?
El señor White se pone de pie, mira para todas partes, no comprende. A la señora White se le ha ocurrido una idea, obvia, por lo demás. El señor White formuló uno solo de los tres deseos. Dispone de otros dos. ¿Por qué no volver a hacer la prueba? ¿Por qué no pedirle que Herbert recupere la vida? El señor White se niega.
– Hace diez días que está muerto – solloza -. El día en que murió lo reconocí por la ropa. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras, imagínate ahora.
-¡Tráemelo! – insiste la señora White completamente histérica -. ¿Crees que temo al niño que he traído al mundo?
Luego de una prolongada discusión el señor White accede de mala gana, busca la pata de mono y temblando de pies a cabeza pronuncia el segundo deseo: que Herbert resucite. Y otra vez arroja la pata de mono al suelo, señal de que nuevamente se había retorcido como una víbora. Luego va a sentarse en su sillón, oculta el rostro entre las manos, está hecho una piltrafa. En cambio la señora White, impaciente ansiosa, se asoma a la ventana. El tictac del reloj crece, decrece, vuelve a crecer y a decrecer, para que el público se dé cuenta de que pasan las horas. Chasqueada, la pobre señora White se derrumba sobre una escuálida sillita junto al fuego.
Y de pronto golpes en la puerta.
-¡Es Herbert! !Es Herbert! – grita la mujer -. ¡Había olvidado que el cementerio está a dos millas y que mi pobre niño tuvo que venir caminando!
Quiere abrir la puerta, pero el marido trata de impedírselo.
-¡Por el amor de Dios -gime el cobarde- no lo dejes entrar!
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? ¡Suéltame! ¡Ya voy, Herbert, ya voy!
Luchan como demonios. Entre tanto siguen resonando los golpes en la puerta. Una escena escalofriante. Yo no podía mantenerme quieto en la butaca. Hasta que la señora White consigue zafarse y corre hacia la puerta. Pero la puerta tiene colocada la tranca. La señora White, no pudiendo alcanzarla, busca una silla, arrastra la silla hasta la puerta, se sube a la silla, levanta la tranca, desciende de la silla, aparta la silla. Esa demora es aprovechada por el señor White para buscar la pata de mono, encontrarla en un rincón y balbucear en voz baja el tercero y último pedido. Respiré.
Pero cuando la señora White abre, por fin, la puerta, comprueba con horror, también yo compruebo con horror que no hay nadie, que Herbert no está, que el bobalicón del señor White le ha pedido a la pata de mono que el muchacho vuelva a la tumba. Aquello era inaudito, era sencillamente inconcebible. No sé cómo pude reprimir el deseo de trepar al escenario y propinarle a ese imbécil una paliza. Opté por salir rápidamente del teatro. Hablaría a solas con el señor White. El infeliz amaba a su hijo, nadie lo duda. El error lo había cometido de buena fe, obnubilado por el miedo. Yo lo instruiría para que en las próximas funciones no reincidiese en la misma torpeza.
Lo visité en su casa, cuyas señas obtuve en el mismo teatro haciéndome pasar por periodista. Vivía solo y me recibió con una obsequiosidad repugnante. Mi primera impresión fue que era un viejo sin mayores luces, así se explicaba la inexplicable sandez que había cometido. Lo malo es que dos personas tan simpáticas como la señora White y Herbert debían pagar las consecuencias. Por fortuna ahí estaba yo para poner las cosas en su lugar.
-¿Qué le pareció La pata de mono? – me preguntó el macaco.
– Magnífica. Pero en la última escena usted se comporta como un chambón.
-¿Yo? – se azoró, al punto de que las cejas se le unieron en una sola como un bigote postizo que se hubiese pegoteado en mitad de la frente.
– Usted. ¿Qué le pidió, la tercera vez, a la pata de mono?
– Que Herbert desaparezca.
– Mal hecho. Debió pedirle que Herbert volviera a ser lo que era antes del accidente.
– Pero…
– No me interrumpa. Una de dos: o la pata de mono no tiene poderes mágicos, y entonces las doscientas libras fueron pura casualidad y los golpes en la puerta era el viento, o sí los tiene y la señora White, al abrir, se encontraba con su hijo sano y salvo.
De pronto tomó un aire engreído.
– Disculpe, pero el autor quiere que las dos versiones, la fantástica y la realista, sean igualmente válidas y que el espectador elija la que más le guste. En la versión que usted propone eso es imposible.
Sofrené mi cólera.
-¿Que el espectador elija? ¿Qué espectador? Yo no quiero elegir. Quiero que sea el autor quien tome la decisión. Muy bonito. Para lavarse las manos y echarnos a nosotros todo el fardo, lo obliga a usted a desperdiciar estúpidamente el tercer deseo, obliga a esa pobre madre a vivir el resto de sus días en la más negra aflicción.
– Yo no soy quién para introducir modificaciones en la obra.
– Usted es el padre de Herbert, qué cuernos. ¿Qué habría hecho cualquier otro padre en su lugar? Pedirle a la pata de mono que reconstruyese el cuerpo de su hijo. ¿La pata de mono no cumplía? Paciencia, todo había sido un cuento del tío de ese Morris. ¿Cumplía? Albricias: ahí estaba Herbert sin un rasguño. Pero para que nosotros nos devanemos los sesos entre la versión fantástica y la versión realista, el señor W. W. Jacobs y el otro cómplice, Denevi, lo arrastran a usted a perpetrar ese final absurdo, ese desenlace ridículo. Pero usted no sea papanatas. Rebélese, y en la próxima función haga lo que yo le digo.
Bruscamente se puso amable.
– Está bien, señor, no se exalte.
-¿Qué quiere insinuar con eso de que no me exalte? No me exalto, pero ciertas cosas me sacan de quicio. Usted no me parece mala persona. Sin embargo, todavía no ha comprendido que Jacobs y Denevi lo han engañado. No se deje manejar por esos dos canallas. Usted, esta noche, respetará el texto hasta el momento de pedir el tercer deseo. Ya sabe, entonces pida que Herbert vuelva a ser el que era antes de que lo agarrase la máquina. Veremos que sucede. O al abrir la puerta no hay nadie, en cuyo caso usted se librará de todo remordimiento por haber pedido las doscientas libras, o ahí está Herbert vivito y coleando y sin las consecuencias del accidente. Imagínese la alegría de la pobre señora White.
De golpe el señor White, a quien yo había tomado por un viejo sin carácter, me reveló quién era.
-¡Salga de mi casa! – Tronó, rojo como un apoplético al borde del colapso- ¡Salga o llamo a la policía!
Era un sádico, un padre descastado. Se burlaba de su mujer, de su hijo, de los espectadores, de mí. ¡Y yo, candorosamente, había ido a apelar a sus buenos sentimientos! Quizá, la primera vez, se había prestado con inocencia y temor a las maquinaciones de los dos granujas de Jacobs y Denevi. Ahora, después de varias funciones, se cebaba en ese juego abyecto. Me costó, porque se defendió con inesperada energía, pero conseguí librar al mundo de semejante monstruo.

     Por cierto, en este caso el cuento de Marco Denevi nos enfrenta a una posición acerca de la teoría y la crítica literaria. Al menos en esa insólita discusión acerca de finales fantásticos y realistas, entre otras cosas. Antes de agregar algunas observaciones más me agradaría que leyeran (o releyeran, si es que los conocen) ambos cuentos y aportaran algún comentario. Como extra, les dejo el enlace de Youtube en el que encontrarán a Alberto Laiseca narrando el cuento de W.W.Jacobs

W.W. Jacobs (1863-1943)

 

La pata de mono

W.W. Jacobs

I

     La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

     -Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

     -Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

     -No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

     -Mate -contestó el hijo.

   -Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

    -No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.

     El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

   -Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

     Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

   -El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

     Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

   -Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

   -No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.

   -Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.

  -Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

   -Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

   -Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.

   -¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.

   -Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.

     Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

  -A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

     La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

   -¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

   -Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

     Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

   -Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.

     El sargento lo miró con tolerancia.

   -Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.

   -¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.

   -Se cumplieron -dijo el sargento.

   -¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.

  -Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

     Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

   -Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?

     El sargento sacudió la cabeza:

  -Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

   -Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?

   -No sé -contestó el otro-. No sé.

     Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

   -Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.

   -Si usted no la quiere, Morris, démela.

  -No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

     El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

   -¿Cómo se hace?

 -Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

  -Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

     El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

   -Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.

     El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

   -Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.

   -¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

   -Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

   -Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

     El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

   -No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

   -Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.

     El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

   -Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.

     Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

   -Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.

   -Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.

   -Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

     Sacudió la cabeza.

   -No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

     Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

   -Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

     Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II

     A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

   -Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

   -Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.

   -Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.

   -Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

     La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

     Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

   -Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.

   -Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

   -Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.

   -Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?

     Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

     Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

     Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

   -Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.

     La señora White tuvo un sobresalto.

   -¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

     Su marido se interpuso.

   -Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

     Y lo miró patéticamente.

   -Lo siento… -empezó el otro.

   -¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.

     El hombre asintió.

   -Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.

   -Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.

     Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

   -Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.

   -Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.

     Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

   -Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.

     El otro se levantó y se acercó a la ventana.

   -La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

     No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

   -Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

     El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

   -Doscientas libras -fue la respuesta.

     Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III

     En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

     Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

     Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

     El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

   -Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.

   -Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.

     Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

   -La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.

     El señor White se incorporó alarmado.

   -¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

     Ella se acercó:

   -La quiero. ¿No la has destruido?

   -Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?

     Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

   -Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

   -¿Pensaste en qué? -preguntó.

   -En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.

   -¿No fue bastante?

   -No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

     El hombre se sentó en la cama, temblando.

   -Dios mío, estás loca.

   -Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!

     El hombre encendió la vela.

   -Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

   -Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

   -Fue una coincidencia.

   -Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.

     El marido se volvió y la miró:

   -Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras…

   -¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?

     El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

     El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

     Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

     Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

   -¡Pídelo! -gritó con violencia.

   -Es absurdo y perverso -balbuceó.

   -Pídelo -repitió la mujer.

     El hombre levantó la mano:

   -Deseo que mi hijo viva de nuevo.

     El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

     Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

     No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

     Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

     Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

   -¿Qué es eso? -gritó la mujer.

   -Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

     La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

   -¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

   -¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

   -¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

   -Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

   -¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

     Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

   -La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.

     Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

   -Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…

     Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

     Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

 

 

 

 

Para mis alumnos

Nanas de la cebolla musicalizado

Del mismo blog de otras entradas, Rosas de días, en este caso de la sección Antología poética multimedia, el poema de Miguel Hernández del que muchas veces he hablado y en su versión musicalizada. Recuerden: es el poema que Miguel Hernández escribe dedicado a su hijo y lo hace estando en prisión. Observen con detenimiento el mensaje que deja, pese a la situación en la que se encuentra.

Las «Coplas a la muerte de su padre» de Jorge Manrique

Origen: Las «Coplas a la muerte de su padre» de Jorge Manrique

El enlace habla acerca de la famosa obra del clérigo español. Muchos lo recordarán por haber tenido que leerlo en ocasión de las clases de Literatura española; mis alumnos en general suelen resistirse ante el «impactante» lenguaje antiguo que, más que difícil por su diferencias de escritura y/o pronunciación, parece desafiarlos por sus incertidumbres ante ciertas palabras que nuestros jóvenes no pueden contextualizar.

En fin: a mí las Coplas me resultan un texto interesante por la diversidad de entradas que uno puede hallar para abordarlas. Con el impulso y la curiosidad necesarios se pueden generar abordajes de las temáticas a través de historietas, canciones, películas, literaturas de distintas naciones y diversas épocas… En la misma literatura española, más allá de la evidente presencia (como en otros casos) de los tópicos literarios, uno puede cruzarse con textos que aluden a esta obra de Jorge Manrique.

Creo que he mencionado en otra oportunidad que Antonio Machado, entre algunos de sus textos ligados con este escritor, ha compuesto Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido donde, a mi juicio se establece un juego muy particular entre el discurso elegíaco y la sátira/ironía. Volveré sobre este punto si es que no estoy en lo cierto y la idea queda incompleta.

También me gustaría mencionar en esta oportunidad que varios textos hacen referencia de modos muy diferentes a lo que Jorge Manrique dio en llamar la vida de la fama retomando una imagen clásica.

Vídeo Promocional de La memoria de los pasos

Xoan Beltrán es un joven abocado a sobrevivir a duras penas en la Galicia de principios del siglo XX. Cuando la vida le sorprende con un nuevo varapalo, el destino le brindará una oportunidad para …

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Poema verbal

Origen: Poema verbal

Nuestro poeta, Oliverio Girondo, reconocido en un blog de origen español. Disfrutemos de lo que allí se plantea más allá del hecho de que se lo vincule con el aprendizaje de lo que podemos hacer con los verbos. La literatura también enseña, a veces en forma más práctica y efectiva que la pura gramática.