1931-1940

 

1931. Erik Axel Karlfeldt

     He observado que en la década anterior me explayé en algunos casos en aspectos de la biografía. Como en las imágenes precedentes coloco el país de origen de cada autor, señalaré algunas cuestiones de la vida de los mismos cuando se trate de curiosidades o peculiaridades para tener en cuenta. Según lo que he estado averiguando su obra más destacada es Baladas de Fridolín; se señala que fue poeta y de hecho la breve consideración acerca de las razones de que obtuviera el premio es: «la poesía de Erik Axel Karlfeldt». Como me desagradan sobremanera las frases vacías de sentido, en especial para quien necesita ilustrarse acerca de quién fue el autor, intento encontrar algo más contundente y claro.

     Otras fuentes indican que el escritor sueco ciertamente se destacó en el desarrollo de la lírica y señalan como obras notables: Balada de la tierra salvaje, Flora y Pomona, entre otras. Los poemas que transcribo a continuación los extraje de un blog 

     Uno de ellos lo seleccioné por haberlo visto mencionado en diferentes fuentes; el otro, sólo porque el tema de los antepasados es uno que en escrituras propias y ajenas siempre me ha traído imágenes significativas:

«Canción de serpientes»

Cuando voy por los campos llevo siempre mi botella,

sólo porque el licor fuerte es buen antìdoto contra el veneno de las serpientes.

Pero si pienso en serpientes me acuerdo de otra,

falsa, engañosa, mucho peor aún que ellas.

Se dice que la serpiente acecha bajo árboles verdes,

mirando suave y atrayente el grácil pajarillo.

Pero la muchacha va por todos los caminos, su vista aguda lo abarca

todo: ve una chaqueta allá, oye acullá un par de botas.

La serpiente arrastra la tripa, no come más que tierra,

pero la muchacha prefiere el dulce, y plato de plata en la mesa.

La serpiente aprende a bailar para distraer a los tontos,

pero la niña empieza a bailar en el vientre de su madre.

La serpiente no muda piel más que una vez al año,

pero la muchacha muda la suya ocho veces a la semana.

Si la serpiente te engaña te morderà los talones,

pero engaño de mujer taladra el alma de un muchacho.

Termina así mi canción sobre animales dañinos

y me apresuro, bosque adentro, a la jaula de mi muchacha.

 

Mi herencia se llama añoranza

» Mi herencia se llama añoranza,

castillo en los valles

de lo que me falta.

Resuena en sus salas

extraño sonido

de cuerdas pulsadas. »



1932. John Galsworthy

     Este británico fue novelista y dramaturgo. Casi todos coinciden en que su obra más destacada fue aquella por la que mereció el Nobel: La saga de los Forsyte

«por su distinguido arte de narración que toma su forma más elevada en The Forsyte Saga».

     Una mirada un poco más prolongada permite encontrarse con Jocelyn (novela), Disputa (obra de teatro), la referencia a Desde los cuatro vientos (selección de historias cortas). Hay una lista detallada de varias de sus obras (y enlaces para leerlas)  en El Espejo Gótico

     Elijo en este caso señalar algunas frases:

El idealismo aumenta en proporción directa de la distancia que nos separa del problema.

El valor de un sentimiento se mide por la cantidad de sacrificio que estás preparado a hacer por él

Si no pensáis en el futuro, nunca lo tendréis.

Sólo hay una regla para todos los políticos del mundo: no digas en el poder lo que decías en la oposición.

La justicia es una máquina que se mueve por sí misma, en cuanto que se la acciona una vez



1933. Iván Bunin

     Se lo ha destacado como el primer escritor ruso en ganar este premio, aunque es necesario señalar que mantiene esa lengua durante el tiempo que vivió y escribió en Francia, país en el que falleció. Como en otras ocasiones aparecen mencionadas varias obras aunque pareciera indicarse que el galardón lo obtuvo por El señor de San Francisco. La aldea, El amor de Mitia son algunas de sus novelas, cuya temática (de acuerdo con información de varios portales) estuvo vinculada en varias ocasiones con la decadencia de la nobleza rusa y la vida campesina. Fue también poeta, aunque no es citado por escritos de este género; de hecho el dictamen señala que se le otorga el Nobel «por el arte estricto con el que ha llevado a cabo la tradición clásica rusa en la escritura en prosa».

El siguiente relato, «Un otoño frío», lo he encontrado en Nexos

Un otoño frío


     En junio de aquel año él estaba de visita en nuestra hacienda. Siempre lo consideramos como de la familia: su difunto padre fue amigo y vecino de mi padre. El quince de junio asesinaron en Sarajevo al archiduque Francisco Fernando. La mañana del dieciséis, trajeron del correo el periódico. Mi padre salió de su despacho con el periódico vespertino de Moscú en la mano y dirigiéndose al comedor, en donde todavía estábamos él, mamá y yo sentados a la mesa, dijo:

   —Mis buenos amigos, hay guerra. En Sarajevo fue asesinado el príncipe heredero de Austria. ¡Es la guerra!

     El día de san Pedro llegó a visitarnos mucha gente —era el santo de papá— y durante la comida se anunció nuestro compromiso. Pero el diecinueve de julio Alemania declaró la guerra a Rusia…

     En septiembre él vino sólo un día: a despedirse antes de partir al frente (entonces todos pensábamos que la guerra terminaría pronto, nuestra boda se pospuso para la primavera). Y la noche de nuestra despedida llegó. Después de la cena, como de costumbre, trajeron el samovar, y al ver las ventanas empañadas por el vapor, mi padre dijo:

   —Un otoño sorprendentemente temprano y frío.

   Aquella noche estuvimos callados, sólo de vez en cuando intercambiábamos algunas palabras sin importancia, en exceso tranquilas, ocultando así nuestros pensamientos y sentimientos. Con una sencillez fingida papá habló del otoño. Yo me acerqué a la puerta del balcón y limpié el vidrio con un pañuelo: en el jardín, sobre un cielo muy negro, brillaban claras y punzantes las estrellas glaciales. Mi padre fumaba, sentado en un sillón, mirando distraído la cálida lámpara que colgaba encima de la mesa; mamá con sus anteojos puestos, cosía bajo la luz una pequeña bolsita de seda —nosotros sabíamos para qué— y era conmovedor y terrible. Papá preguntó:

   —¿Sigues pensando en irte por la mañana y no después del almuerzo?

   —Sí, si usted lo permite, me iré por la mañana —respondió él. Me apena mucho, pero aún no lo tengo todo dispuesto en casa. Papá suspiró levísimamente:

   —Bueno, como quieras, querido. Pero en ese caso, mamá y yo nos vamos a dormir, mañana queremos despedirte…

     Mamá se levantó y santiguó a su futuro hijo. Él se inclinó hasta tocar su mano, luego la mano de papá. Una vez solos, todavía nos quedamos un poco en el comedor; a mí se me ocurrió colocar las cartas para un solitario, él iba de un rincón a otro sin decir palabra. Al fin preguntó:

   —¿Te gustaría que saliéramos a caminar un poco?

     Mi alma se sentía cada vez más angustiada, contesté con indiferencia:

   —Bueno…

     Mientras nos poníamos los abrigos en el vestíbulo, él seguía pensando en algo, y con una amable sonrisa forzada recordó los versos de Fet:

     ¡Qué otoño tan frío!

     Ponte chal y capa…

—  No tengo capa, —dije yo. ¿Qué sigue?

—No recuerdo. Creo que algo como:

     Mira, entre los pinos

     Un incendio se alza…

—¿Qué incendio?

—La salida de la luna, por su puesto. Estos versos tienen el encanto del otoño campesino: “Ponte chal y capa…”. La época de nuestros abuelos. ¡Ah, dios mío, dios mío!

—¿Qué pasa?

—Nada, amada mía. Me siento triste. Triste y bien. Te quiero mucho, mucho…

     Cuando nos hubimos puesto los abrigos, atravesamos el balcón y salimos al jardín. Al principio era tal la oscuridad que me sostenía yo de su brazo. Luego comenzaron a distinguirse en el cielo, que poco a poco se aclaraba, negras franjas rociadas de estrellas brillantes. Él, deteniéndose, volteó hacia la casa:

   —Mira de que manera tan especial, tan otoñal alumbran las ventanas de la casa. Mientras viva, siempre recordaré esta noche…

     Yo lo miré y él pasó su brazo por encima de mi esclavina suiza. Aparté mi rostro de la gruesa pañoleta e incliné ligeramente la cabeza para que me besara. Me besó y me miró a la cara.

   —¡Cómo brillan tus ojos! —me dijo—- ¿No tienes frío? El aire es absolutamente invernal. Si me matan, no me olvidarás enseguida, ¿verdad?

     Yo pensé: “¿Y si de pronto de veras lo matan? ¿Será posible que lo olvide en poco tiempo? Al fin y al cabo todo se olvida…”. Y asustada por esta idea respondí presurosa.

   —¡No hables así! ¡No sobreviviré a tu muerte!

     Él, tras un breve silencio, pronunció lentamente:

   —Bueno, pues si me matan, te esperaré allá. Tú vive, disfruta la vida; luego ven a mí.

     Me solté a llorar con amargura…

     Partió por la mañana. Mamá le colgó del cuello aquella fatídica bolsita que había cosido la noche anterior —en ella iba el pequeño icono de oro que habían llevado consigo durante la guerra su padre y su abuelo— , y lo santiguamos con cierta desesperanza impetuosa. Mientras lo veíamos alejarse, permanecimos en el porche con ese atontamiento que aparece siempre que despides a alguien que se va por un tiempo indefinido, sintiendo sólo la sorprendente incompatibilidad que existía entre nosotros y la mañana alegre, soleada, resplandeciente por la escarcha matutina sobre la hierba. Después, entramos en la casa vacía. Yo recorrí las habitaciones con los brazos cruzados atrás, si saber que hacer ahora con mi persona, si soltarme a llorar o cantar a voz en cuello…

     Lo mataron —que frase tan extraña— un mes después en Galitzia. Han pasado desde entonces treinta años. y es mucho, mucho lo vivido durante estos años que parecen tan largos cuando piensas en ellos con atención, cuando haces memoria de todo lo mágico, lo inconcebible, lo incomprensible para la mente y el corazón, de eso que se llama pasado. La primavera del año dieciocho, cuando ni mi padre ni mi madre estaban ya entre los vivos, yo vivía en Moscú, en un sótano que me alquilaba una vendedora del mercado Smolensk, quien solía burlarse de mí: “Y bien, su excelencia, ¿cómo van sus asuntos?”. Yo también me dedicaba al comercio, vendía —como tantos lo hacían entonces—a los soldados con gorros caucasianos y amplios capotes, algo de lo que me había quedado: un anillo, una crucecita, o un cuello de piel apolillado; ahí, comerciando en la esquina de Arbat y el mercado, encontré a un hombre con un alma hermosa, inusual, un viejo militar jubilado, con el que pronto me casé y con quien en abril me fui a Ekaterinodar. Nos fuimos él y yo, y su sobrino, un muchacho de diecisiete años, que llevaba dos semanas queriendo unirse a los voluntarios (yo, una mujer con chanclos de corteza trenzada, él con su traje cosaco muy usado y una negra y crecida barba ya entrecana) y vivimos en el Don y en Kubán más de dos años.

       En invierno, durante el huracán, nos embarcamos con una innumerable cantidad de refu giados que iban de Novorrosisk a Turquía, y en el camino, en el mar, mi marido murió de tifo. Después de eso, sólo me quedaron en el mundo tres seres cercanos: el sobrino de mi marido, su joven esposa y su hijita, un bebé de siete meses. Pero, al cabo de un tiempo, el sobrino y su esposa zarparon rumbo a Crimea, para unirse a Wrangel, dejándome a la niña. No volví a saber de ellos. Yo viví todavía un buen tiempo en Constantinopla, ganando con grandes esfuerzos lo suficiente  para mantenerme y mantener a la pequeña. Después, como tantas otras personas, dónde no habré estado con ella. Bulgaria, Serbia, Bohemia, Bélgica, París, Niza… La niña hace mucho tiempo que creció, se quedó en París, se volvió una auténtica francesita, muy agradable y absolutamente indiferente conmigo. Trabajaba en una tienda de chocolates junto a la Madeleine, y con sus bien cuidadas manitas de uñas plateadas envolvía las cajitas en papel satinado y las ataba con hilos dorados; y yo vivía, y aún ahora vivo en Niza de lo que Dios me da… Estuve en Niza por primera vez el año 1912, ¿acaso podía haber imaginado en aquellos días felices en qué se convertiría esa ciudad para mí?

      Así sobreviví su muerte, habiéndole dicho alguna vez, sin reflexionar, que no la sobreviviría. Pero, cuando recuerdo todo lo vivido desde entonces, me pregunto: ¿qué ha habido en mi vida? Y me respondo: sólo esa fría noche de otoño. ¿Existió en realidad aquella noche? Existió. Y es todo lo que ha habido en mi vida, lo demás es un sueño inútil. Yo creo, creo fervientemente que en algún lugar él me espera con el mismo amor y juventud de aquella noche. “Tú vive, disfruta la vida; luego ven a mí…”. Ya he vivido, he disfrutado, y ahora ya pronto iré.

3 de mayo de 1944



1934. Luigi Pirandello

     Reconocido como dramaturgo, era obvio que el premio lo obtuviese por su creación transgresora de la dinámica teatral en Seis personajes en busca de autor. Hay otras obras suyas que destacan, como Así es si os parece pero hay que considerar también su labor como cuentista. La justificación del otorgamiento del premio indica «por su reactivación audaz e ingeniosa del arte dramático y escénico».

La casa de la agonía


   Sin duda el visitante, al entrar, había dicho su nombre, pero la vieja negra renqueante que había venido a abrirle como una mona con delantal, o no había entendido o lo había olvidado. Así que desde hacía tres cuartos de hora, para toda aquella casa silenciosa él era, ya sin nombre, “un señor que espera ahí”.

     “Ahí” quería decir en la sala.

    En la casa, aparte de la negra, que debía de haberse encerrado en la cocina, no había nadie. El silencio era tal, que el pausado tictac de un antiguo reloj de pared, tal vez desde el comedor, se oía destacado en el resto de las habitaciones como el latido del corazón de la casa; y parecía que los muebles de cada una de las habitaciones, incluidas las más alejadas, gastados pero bien cuidados, un poco ridículos por su estilo ya pasado de moda, estuvieran también escuchándolo, bien seguros de que en aquella casa nunca sucedería nada y ellos, por lo tanto, seguirían siempre así, inútiles, admirándose o compadeciéndose mutuamente, o mejor incluso dormitando.

     Los muebles tienen también su alma, sobre todo los viejos, un alma que les viene de los recuerdos de la casa donde han pasado tanto tiempo. Para darse cuenta, es suficiente poner entre ellos un mueble nuevo.

     Un mueble nuevo está todavía sin alma, pero ya, por el solo hecho de haber sido elegido y comprado, con el deseo imperioso de tenerla.

     En cuanto llega, se ve que los muebles viejos lo miran mal: lo consideran un intruso pretencioso que aún no sabe nada y nada puede decir, pero entretanto se hace quién sabe qué ilusiones. Ellos, los muebles viejos, ya no se hacen ninguna, y eso los entristece: saben que con el tiempo los recuerdos empiezan a debilitarse y, con ellos, también su alma poco a poco se debilitará. Y se quedan así, descoloridos si son de tela, oscurecidos si de madera, también ellos silenciosos.

     Si por desgracia persiste en ellos algún recuerdo desagradable, corren el riesgo de ser echados de allí.

     Ese viejo sillón, por ejemplo, sufre un verdadero tormento al ver el polvo que las polillas extraen en montoncitos sobre el tablero de la mesita que tiene delante y a la cual aprecia de verdad. Él mismo se sabe muy pesado; conoce la debilidad de sus cortas patas, especialmente de las dos traseras; y teme que lo agarren por el respaldo -ojala nunca suceda- y lo arrastren fuera de su sitio; pero con esa mesita delante se siente más seguro, protegido; y no le gustaría que las polillas, haciéndola quedar mal con todos esos ridículos montoncitos de polvo en el tablero, la llevaran a acabar sus días en el desván.

    Todas estas observaciones y consideraciones las hacía el anónimo visitante olvidado en el salón.

     Como absorbido por el silencio de la casa, él, que había perdido en ella el nombre, parecía haber perdido también la persona, convertido en uno de aquellos muebles en los que tanto se había ensimismado, sumido en la escucha del pausado tictac que llegaba destacado hasta el salón a través de la puerta entornada.

     Pequeño de cuerpo, casi desaparecía en el gran sillón oscuro de terciopelo morado donde se sentaba. Desaparecía también dentro del traje que llevaba. Los bracitos, las piernitas había casi que buscárselas en las mangas y los pantalones. Era solo una cabeza calva, con dos ojos penetrantes y dos bigotitos de ratón.

     Estaba claro que el dueño de la casa había olvidado la cita dada para venir a verlo; y varias veces el hombrecillo se había preguntado si aún tenía derecho a estar allí esperándolo, al haber pasado ya de un límite razonable la hora fijada para la invitación.

   Pero él ya no esperaba al dueño de la casa. Y si este se hubiera presentado de repente, él se habría sentido incómodo.

   Allí confundido con el sillón donde estaba sentado, con una dolorosa fijeza en los ojillos penetrantes y una angustia que crecía a cada instante y le impedía respirar normalmente, él esperaba otra cosa, terrible: un grito procedente de la calle: un grito que anunciase la muerte de alguien; la muerte de un transeúnte cualquiera que, entre la multitud de hombres, mujeres, jóvenes, viejos y niños, cuyo murmullo confundido le llegaba hasta allá arriba, pasara en el momento preciso bajo la ventana de aquel salón del quinto piso.

     Y todo esto se debía a que un gran gato pardo había entrado en la sala, sin siquiera notar la presencia de él, a través de la puerta entornada, y de un salto había subido a la repisa de la ventana abierta.

    De todos los animales, el gato es el menos ruidoso. No podía faltar en una casa llena de tanto silencio.

   En el rectángulo azul cielo de la ventana destacaba un tiesto de geranios rojos. El azul, antes vivo y ardiente, poco a poco se había teñido de violeta, como si desde lejos la noche, que aún tardaba en llegar, hubiera soplado sobre él un ligero aliento de sombra.

    Las golondrinas que revoloteaban en bandadas, como enloquecidas por la última luz del día, proferían de vez en cuando agudos chillidos y se lanzaban contra la ventana como si quisieran irrumpir en el salón; pero enseguida, al llegar a la repisa, levantaban el vuelo. No todas. Ahora una, luego otra, cada vez se metían bajo la repisa, no se sabía cómo ni por qué.

    Llevado de la curiosidad, antes de que entrara aquel gato, se había acercado a la ventana, había apartado un poco el tiesto de geranios y se había asomado a mirar en busca de una explicación. Y así había descubierto que una pareja de golondrinas tenía el nido justo debajo de la repisa de aquella ventana.

   Y la cosa terrible era precisamente esa: que ninguno de los que continuamente pasaban por la calle, enfrascados en sus asuntos y preocupaciones, podía pensar en un nido colgado bajo la repisa de una ventana en el quinto piso de una de las muchas casas de la calle, y en un tiesto de geranios dejado en la repisa, y en un gato que intentaba dar caza a las dos golondrinas del nido. Y mucho menos podía pensar en la gente que pasaba este gato que ahora, agazapado y escondido detrás del tiesto, movía apenas la cabeza para seguir con la vista perdida el vuelo de las golondrinas que chillaban, ebrias de aire y de luz, al pasar ante la ventana; y cada vez que tenía delante una bandada, levantaba un poco la punta del rabo que colgaba, listo para atrapar con las garras la primera golondrina que intentara meterse en el nido.

    Él y solo él sabía que ese tiesto de geranios, con un simple golpe del gato, se precipitaría desde la ventana sobre la cabeza de alguno; el tiesto ya se había desplazado dos veces por las nerviosas sacudidas del gato; estaba casi al borde de la repisa; y él apenas respiraba por la angustia y tenía toda la calva perlada de grandes gotas de sudor. Le resultaba tan insoportable el horror de aquella espera, que hasta le pasó por la mente el pensamiento diabólico de ir él mismo a la ventana y dar al tiesto con un dedo extendido el último empujón, sin quedarse a esperar que lo hiciera el gato. Total, al siguiente golpecito, la cosa habría sucedido sola.

     No podía hacer nada.

     Anulado como estaba por el silencio de la casa, él ya no era nadie. Él era el silencio mismo, medido por el pausado tictac del reloj. Él era aquellos muebles, testigos mudos e impasibles aquí arriba de la desgracia que iba a suceder allá abajo en la calle, y de la que ellos nada sabrían. Solo él sabía, por pura casualidad. Porque hacía ya un buen rato que él no debía estar allí. Muy bien podía imaginar que en aquella sala no había nadie, ni tampoco en el sillón al que estaba como atado por la atracción de aquella fatalidad que pendía sobre la cabeza de un desconocido, colgando de la repisa de aquella ventana.

     De nada servía que él conociera esa fatalidad, la natural coincidencia de aquel gato, aquel tiesto de geranios y aquel nido de golondrinas.

     La función de aquel tiesto era precisamente estar expuesto en aquella ventana. Si él lo hubiera quitado de allí para impedir la desgracia, podría impedirla hoy; mañana, la vieja criada negra colocaría de nuevo el tiesto en su sitio, sobre la repisa: porque la repisa, para aquel tiesto, era su sitio. Y el gato, espantado hoy, volvería mañana a sus tentativas de cazar las golondrinas.

     Era inevitable.

     Y he aquí que el gato había empujado el tiesto un poco más: ya estaba casi un dedo fuera del borde de la repisa.

     No pudiendo soportarlo más, escapó de allí. Y al precipitarse escaleras abajo le vino en un relámpago la idea de que llegaría a la calle justo a tiempo para recibir en la cabeza el tiesto de geranios que precisamente en ese instante caía desde la ventana.

 

     He seleccionado este texto más por su extensión que con otro criterio. Les dejo a continuación un enlace en el que podrán encontrar dos cuentos más: Ciudad Seva



1935. NO ENTREGADO

     Un año después de ser entregado al italiano Luigi Pirandello, el Nobel fue declarado desierto. Un tercio del premio económico se destinó al fondo general y el resto al fondo especial para esta sección.

Dato extraído de Milenio.com



1936. Eugene O’Neill

      Nuevamente nos encontramos con un dramaturgo, en este caso aparentemente destacado por su obra Extraño interludio aunque con toda seguridad sonarán más títulos tales como Largo viaje hacia la noche o Más allá del horizonte. Aunque no lo he estado mencionando  hay que recordar (lo señalé en la página de la década anterior) que. además de los escritos de dramaturgos y novelistas, estas historias suelen ser conocidas por sus versiones cinematográficas.

     La frase que determina el motivo de merecimiento del Nobel: «por las poderosas, la honestas y profundas emociones percibidas en sus obras dramáticas, que representan un concepto original de tragedia». Un dato para tener en cuenta: O’Neill recibió también en cuatro oportunidades el Premio Pullitzer. Por otra parte, faltó decir que en varias de sus obras teatrales trajo personajes de la dramaturgia griega, como Electra.

“La soledad del hombre no es más que su miedo a la vida.”

“La vida es para cada hombre una celda solitaria cuyas paredes son espejos.”

“Obsesionados por un cuento de hadas, pasamos la vida buscando por una puerta mágica y perdemos un mundo de paz.”

“El hombre nace roto. Vive remendado. La gracia de Dios es el pegamento.”

“Cuando tienes 50 años empiezas a pensar cosas que no habías pensado antes. Solía pensar que hacer viejo era una cuestión de vanidad – pero en realidad va acerca de perder a la gente que amas. Tener arrugas es trivial.”

“Uno debería estar triste o alegre. La satisfacción es una cálida pocilga para los comensales y los que duermen.”



1937. Roger Martin du Gard

     En esta instancia uno empieza a tomar conciencia de que con o sin Premio Nobel muchos de los que figuran en estas listas han perdido referencia para la mayoría de los lectores o, en varias ocasiones, se los conoce más por otras obras que no han sido galardonadas. En el caso de este novelista francés el nivel medio de lectores no conoce su nombre y no se oye muy frecuentemente el nombre de alguna de sus obras. Caprichos del mercado, cuestiones de modas literarias, elecciones estéticas de lectores y críticos… Son tantos los determinantes de la popularidad, vigencia, interés de críticos e investigadores que sería extenso dedicarse a reflexionar acerca de este punto y quizás hasta árido.

     Observando los títulos de sus novelas uno se encuentra también con el dato de que estuvo nominado al Premio Goncourt (dato no menor si uno recuerda que generamente comprobamos que «nadie es profeta en su tierra). La que se cita más frecuentemente y constituye una serie de historias vinculadas entre sí es Los Thibault, la que por otra parte se menciona en el dictamen de la academia: «por el poder artístico y la verdad con los que ha representado los conflictos humanos, así como algunos aspectos fundamentales de la vida contemporánea en su ciclo de novelas Les Thibault».

La vida sería imposible si todo se recordase. El secreto está en saber elegir lo que debe olvidarse.

No puedo admitir la violencia ni siquiera contra la violencia.

La primera de las dos frases aparece replicada en muchos sitios de recopilación de citas de personajes de diferentes profesiones y épocas, haciendo uso de ilustración o sin ella.



1938. Pearl S. Buck 

     De origen estadounidense, llamará la atención que una de sus novelas más conocidas sea La buena tierra, entre otras  que por otra parte llevaron a la siguiente frase como parte de lo que señala los motivos de la adjudicación del galardón: «por sus descripciones ricas y verdaderamente épicas de la vida campesina en China y por sus obras maestras biográficas».

  Quienes no hayan nunca leído algo de esta escritora tampoco sabrán que lo anteriormente escrito se debe al hecho de que la mayor parte de su vida transcurrió en China (sus padres eran misioneros y la llevaron casi recién nacida), razón por la cual el ambiente oriental no le era desconocido. Podemos mencionar algunas otras obras que ha escrito: Viento del este, viento del oeste; Pabellón de mujeres; La estirpe del dragón.  En el año 2014 el diario El País da cuenta de la publicación (40 años luego de su muerte) de una obra inédita: El eterno asombro. De ese artículo transcribimos aquí el comienzo de la novela mencionada (el texto del diario contiene también palabras de uno de los hijos adoptivos de la escritora en ocasión de ser consultado acerca de esta historia y otras cuestiones)

 

Dormía en aguas tranquilas. Lo cual no quería decir que su mundo estuviera siempre inmóvil. Había veces en que el movimiento, incluso un movimiento violento, se hacía evidente en su universo. El cálido fluido que lo envolvía podía mecerlo, incluso podía llegar a zarandearlo, de modo que abría los brazos instintivamente, sacudía las manos y abría las piernas como lo hacen las ranas cuando se lanzan de un salto. No es que supiera nada de ranas; todavía no había llegado el momento para eso. Todavía no le había llegado el momento de saber. El instinto era aún su único recurso. Se pasaba la mayor parte del tiempo en un estado de quietud y sólo mostraba actividad cuando respondía a los movimientos inesperados del universo exterior.

Tales respuestas, que según le dictaba su instinto eran necesarias para protegerse, también se convirtieron en una fuente de placer. Su instinto se amplió a las acciones positivas. Ya no esperaba los estímulos del exterior. Ahora los sentía dentro de sí. Empezó a mover los brazos y las piernas, se dio la vuelta, primero por casualidad, pero enseguida por voluntad propia y con una satisfactoria sensación. Podía moverse por todo ese mar cálido y privado, y conforme fue creciendo también se percató de las limitaciones que ese espacio le imponía. Con la mano, con el pie, solía golpear las paredes blandas y, sin embargo, concretas, más allá de las cuales no podía ir. Hacia delante y hacia atrás, de arriba abajo, dando vueltas y más vueltas, pero nunca al otro lado; ese era el límite.

El instinto actuó en él nuevamente y le infundió el ímpetu necesario para acometer acciones más violentas. Día a día se iba haciendo más grande y fuerte, y a medida que tal cosa se hacía realidad, su mar privado empequeñeció. Pronto sería demasiado grande para su entorno. Lo sentía sin saber que lo sentía. Además, empezaron a afectarle unos sonidos débiles y remotos. El silencio había sido su envolvente, pero ahora dos pequeños apéndices, uno a cada lado de su cabeza, parecían contener ecos. Dichos apéndices tenían un propósito que él no acertaba a comprender, porque no podía pensar, y no podía pensar porque lo ignoraba todo. Pero podía sentir. Podía recibir una sensación. A veces tenía el deseo de abrir la boca y producir un sonido, pero no sabía qué era un sonido, o siquiera que tenía el deseo de producirlo. No podía saber nada; no todavía. Ni siquiera sabía que no podía saber. El instinto era todo lo que tenía. Se hallaba a merced del instinto porque no sabía nada.

El instinto, no obstante, le condujo al saber definitivo de que era demasiado grande para el lugar que lo contenía, fuera cual fuese. Se sentía incómodo y ese malestar de pronto lo empujó a rebelarse. Aquello era demasiado pequeño para él, fuera lo que fuese, e instintivamente quería desembarazarse de ello. Su instinto se manifestó en una creciente impaciencia. Abría los brazos y las piernas con tanta violencia que un día las paredes se rompieron y las aguas corrieron y lo abandonaron, dejándolo indefenso. En ese instante, segundo arriba segundo abajo, puesto que aún no podía comprender, pues nada sabía, sintió unas fuerzas que lo empujaban de cabeza por un canal infranqueablemente angosto. No habría logrado avanzar ni un poco de no haber tenido el cuerpo mojado y escurridizo. Centímetro a centímetro, unas contorsiones desconocidas lo empujaban en su camino, hacia abajo, en la tiniebla. No es que supiera nada de las tinieblas, pues nada podía saber. Pero sentía que lo empujaban unas fuerzas que lo impulsaban en su camino. ¿O acaso lo expulsaban simplemente porque había crecido demasiado? ¡Imposible saberlo!

Continuó su viaje, abriéndose paso por el angosto canal, abriendo las paredes por la fuerza. Un nuevo tipo de fluido empezó a manar y le transportó hasta que, de pronto, con una tal prontitud que le pareció que lo expulsaban, emergió al espacio infinito. Lo agarraron, aunque él no lo sabía, pero lo cierto es que lo agarraron, y por la cabeza, aunque con delicadeza, lo elevaron a una gran altura —quién o qué lo hizo es algo que él no podía saber, porque el saber le estaba vetado­—, y luego se vio colgando por los pies, cabeza abajo, todo lo cual había ocurrido con tanta rapidez que no supo reaccionar. Entonces, en ese instante, sintió en las plantas de los pies una cosa afilada, una sensación nueva. De pronto sabía algo. Adquirió el saber del dolor. Abrió los brazos. No sabía qué hacer con el dolor. Quería regresar al lugar donde siempre había estado, en esas aguas protectoras y cálidas, pero no sabía cómo regresar. Aun así, no quería seguir adelante. Se sentía ahogado, se sentía indefenso, se sentía completamente solo, pero no sabía qué hacer.

Mientras dudaba, temeroso sin saber lo que era el temor y con un saber instintivo de que se hallaba en peligro sin saber lo que era el peligro, sintió una vez más un saetazo de dolor en los pies. Algo lo agarró por los tobillos, alguien lo sacudió (ignoraba quién o qué), pero ahora conocía el dolor. De pronto el instinto acudió en su auxilio. No podía regresar, pero tampoco podía quedarse así. De modo que debía seguir adelante. Debía escapar del dolor siguiendo adelante. No sabía cómo, pero sabía que tenía que seguir adelante. Tenía la voluntad de seguir adelante y, con ella, el instinto le mostró el camino. Abrió la boca y produjo un ruido, un grito de protesta contra el dolor, pero esta protesta era activa. Sintió que los pulmones se le vaciaban de un líquido que ya no necesitaba y tomó aire. No sabía qué era el aire, pero sintió que ocupaba el lugar del agua y que no era estático. Su cuerpo contenía algo que lo tomaba y lo expulsaba y, sin que aquello cesara, de pronto empezó a llorar. No sabía que estaba llorando, pero fue la primera vez que oyó su voz, aunque no sabía que se trataba de su voz ni tampoco sabía qué cosa era una voz. Aun así, descubrió instintivamente que le gustaba llorar y oír.

Y ahora estaba del derecho, con la cabeza incorporada, y lo llevaron en brazos a un lugar cálido y blando. Sintió que le daban unas friegas de aceite, aunque no sabía qué era el aceite, y luego lo lavaron, aunque no tenía otra opción que aceptar lo que le ocurría, puesto que desconocía todas las cosas, pero ahora no había dolor, y sentía calidez y bienestar, aun cuando estuviera, sin saberlo, muy cansado, y sus ojos se cerraron y se durmió, sin saber siquiera qué era el sueño. El instinto era aún todo lo que tenía, pero bastaba el instinto, de momento.

Del sueño lo despertaron. Desconocía la diferencia, puesto que el saber no formaba parte aún de su ser. Ya no se hallaba en su mar privado, pero sentía calidez y amparo. Cobró conciencia, también, del movimiento, aunque no fuera el suyo propio. Simplemente, se estaba moviendo a través del aire en lugar de hacerlo a través del líquido, y respiraba acompasadamente, aun sin saber que lo hacía. El instinto le empujaba a respirar. El instinto lo empujaba también a mover las piernas y los brazos en el aire, de la misma manera que lo había hecho en su mar privado. Entonces, de pronto, puesto que todo le ocurría de pronto, ahora, sintió que lo depositaban en una superficie que no era dura ni blanda. Sintió que lo estrechaban sobre otra calidez y que le colocaban la boca junto a otra calidez. Aun sin saber, el instinto se le removió. Abrió la boca, sintió que le arrimaban a la boca una pequeña y cálida suavidad, un líquido le acarició la lengua, un placer instintivo se adueñó de todo su cuerpo, y sintió una necesidad enteramente nueva e inesperada. Empezó a chupar, empezó a tragar y sintió que aquel instinto nuevo le cautivaba por completo. Se trataba de algo que nunca antes había experimentado, un placer en todo su ser. Con la misma fuerza con que había sentido el dolor, sentía ahora el placer. Fueros sus primeros saberes, el dolor y el placer. No sabía qué eran, pero supo ver la diferencia entre ambos, y supo también que odiaba el dolor y que amaba el placer. Ese saber era algo más que el instinto, aunque el instinto tuviera también su parte. Conoció instintivamente la sensación de placer y conoció instintivamente la sensación de dolor. Cuando sentía dolor, el instinto le dictaba que abriera la boca y lloraba con todas sus fuerzas, y hasta con rabia. Descubrió que al hacerlo la causa del dolor se interrumpía, y ello se convirtió en saber.




1939. Frans Eemil Sillanpää

     Por tratarse de un escritor de origen finlandés, no es sencillo encontrarse con sus obras. La mayoría de ellas aparecen en su idioma original, en francés, en alemán y en italiano (no todas ellas ni en todos los idiomas mencionados). El personaje más destacado en sus historias parece ser el que se menciona en el título de una de sus obras: Silja.

     Por lo que se refiere al dictamen que le otorgó el premio, este menciona que se le entrega «por su profundo conocimiento de los campesinos de su país y el arte exquisito con el que ha retratado su forma de vida y su relación con la Naturaleza».

 La guerra no es más natural que la tuberculosis o la mortalidad infantil. 




1940. NO ENTREGADO A CAUSA DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL, lo que se prolongará a los primeros años de la década siguiente.