2018 y proyectos (no los míos todavía)

¡2018! ¡Guau, guau! Suena bien, ¿verdad? Sobre todo por todo lo que depara. Si, como os conté hace unas semanas, 2017 fue mi mejor año en cuanto a productividad, no puedo esperar a ver cómo avanza este nuevo año plagado de retos. ¿De qué retos hablo? A continuación os lo cuento. A Librería No soy […]

a través de Bienvenido, 2018 — David Pierre

Sólo recordarles que no pierdan de vista este sitio. Por otra parte aquí anuncia un nuevo proyecto en el que se embarcará y que quizás nos sea de interés. Hasta luego.

Shakespeare

«Todo el mundo es un escenario» dijo Shakespeare y todos repiten esas palabras con un acierto más o menos cercano al sentido original de la frase (es decir, muchos la repiten sin haber leído, siquiera, a Shakespeare). ¿Y por qué no tomarla literalmente? Para mí, sentarme en una plaza y ver pasar a […]

a través de La escena perfecta — El Blog de Arena

Desde otro sitio y con otra impronta verán que algo de lo tratado en el posteo anterior reaparece aquí. Si no fuera porque quiero terminar mi trabajo atrasado de divulgadora para ver si combino con el de creativa, crítica literaria y otras cuestiones, me detendría a relacionarlas y establecer interesantes conexiones entre ambas. Si quieren, empiecen ustedes y yo los sigo; si no vuelvo sobre este tema, reclámenmelo.

Hay más curiosidades en la Historia que en la ficción

En el siglo XII, encontramos un reino cristiano y un rey enfermo que sería recordado durante siglos. Su reinado solo duraría once años y se ganaría el apodo de “rey cerdo”, un nombre que no hace justicia a sus acciones, pero que el pueblo asociaría a su enfermedad, la lepra. Su nombre, Balduino IV.

a través de Balduino IV el “rey cerdo” — franciscojaviertostado.com

Ya han aparecido otros posteos de Francisco Javier Tostado en este sitio. Por otra parte, el título de mi entrada nos trae a la mente varias frases hechas o al menos frecuentes que ponen en debate ficción/realidad en cuanto a la posibilidad de sorprender o superar los alcances de cada una de ellas.

Lo cierto es que la otra cara de la Historia que nos encontramos de múltiples formas: novela histórica, anécdotas históricas por detrás de héroes nacionales, películas y otras manifestaciones es algo de lo que aparece en algunas entradas de aquel blog en el cual siempre se aprende algo nuevo en relación con lo antiguo y lo contemporáneo.

David Pierre

Mujeres escritoras

El título de la entrada hace referencia al sitio en el que encontré esta reseña. En el enlace ingresarán al artículo en relación con 20 autoras para tener en cuenta. Debo decir que al leerlo me di cuenta de que no conozco tantas como pensaba; la primera (Elia Barceló) enseguida me recordó, por ejemplo, un texto que he leído con mis alumnos: El almacén de las palabras terribles; luego me he encontrado con mi ignorancia en relación con la obra de varias de ellas.

He sentido también la ausencia de otros nombres, pero esto quizás se deba al criterio con el que fueron seleccionadas por el autor de la entrada del sitio original. De cualquier modo he aquí un conjunto de escritoras para mirar de cerca.

Relecturas/reescrituras 3 (y no llega el final)

Incluyo acá otras historias creadas por mis alumnos de cuarto año a partir del microrrelato de Juan José Millás. Para no repetirlo acá, recuerden que aparece en la entrada con el título de Relecturas/reescrituras. Y no llegó el final porque tengo tres o cuatro alumnos más que están desafiando la escritura para que su historia quede bien lograda. Con ustedes, los autores:

     Hay novelas que aun sin ser largas no logran comenzar de verdad hasta la página 50 o 60. A algunas vidas les sucede lo mismo. Por eso no me he matado antes, señor juez.

     Mi historia tiene final pero no tiene principio- Qué relevancia generé en la gente no sé pero digamos que yo terminé antes de empezar.

     La vida se genera en varias etapas; la mía, en una que está en blanco hasta la página 60, fascículo 3 “Cómo enamorar a un boludo”, qué decir ante un amor asesino que me fulminó y hoy, ante ti, señor juez y dios, digo que morí y tuve final antes que principio porque su amor me mató.

     Y todo antecedente de mí no existe por existir; mi vida es como la comedia más tragicómica que aconteció, ¡qué anecdótico encontrar el amor y morir por quedar paralizado por su belleza, y que te lleve puesto el colectivo de la línea 32!

     Por eso digo que antes de empezar no se enamoren, o no se queden en medio de plena avenida.

AGUSTÍN SORIA PAIS

Carta del enamorado

Buenos Aires, 17 de mayo

Querida Elisa:

                    Era un día gris, frío y lluvioso. A mí me escoltaban los oficiales hasta la sala donde me juzgarían por asesinato. El juez era un hombre bajo, un poco gordo y de cabello blanco.

     -Según entiendo -empezó el juez- usted la asesinó y luego se dejó capturar. También me han dicho que les dijo a los oficiales que en unos años seguramente podría volver a tener una vida normal. Pero, ¿realmente cree usted que alguien podría vivir en sociedad luego de cometer un acto tan atroz?

     Y yo le dije:

     -Hay novelas que aun sin ser largas no logran comenzar de verdad hasta la página 50 o la 60. A algunas vidas les sucede lo mismo. Por eso no me he matado antes, señor juez.

     Y en fin, el juicio finalizó e iré a prisión por el resto de mi vida; te escribo sólo para que sepas que después de todo no te he olvidado.

NICOLÁS PARDINI

 

Relecturas/reescrituras 2

En la próxima entrada con este título ya prometo hacer una recopilación de otras versiones a partir del cuento de Juan José Millás, «Carta del enamorado». Por ahora acá va uno más de los que escribieron mis alumnos. Recuerden que en la entrada anterior figura el microrrelato de Millás en el encabezamiento.

Carta del enamorado

     Uno cuando se mata piensa que ahí se llega al final por mano propia. No creemos en el más allá, que hay algo más esperándonos, mucho menos que le debemos explicaciones a alguien por nuestros actos.

     En eso último me había equivocado, porque inmediatamente después de apretar el gatillo aparecí en una sala de juzgado. Todo en un parpadeo.

     Miré a mi alrededor y a simple vista parecía un lugar normal pero las personas, o mejor dicho seres, en este tienen rostros indescriptibles. Como si fueran habitantes de un mundo por mucho más complejo de entender para la mente humana.

     El imponente juez  desde el estrado comenzó a interrogarme ¿Por qué lo hice? ¿Qué pensaba? ¿Por qué esperé tanto? En el momento lo único que se me ocurrió fue citar a Juan José Millas:

     “Hay novelas que aun sin ser largar no logran comenzar de verdad hasta la pagina 50 o 60. A algunas vidas les sucede lo mismo. Por eso no me he matado antes, señor Juez” Le contesté.

     Los seres deliberaron dejarme volver al mundo mortal con una reprimenda por alterar el balance cósmico. Antes de que me diera cuanta aparecí en una cama de hospital.

 

CARLA CARRENA COMAN

4°3°

Relecturas/reescrituras

Miren lo que hicieron mis alumnos con el microrrelato de Juan José Millás. Acá se los recuerdo:
CARTA DEL ENAMORADO
Juan José Millás
Hay novelas que aun sin ser largas no logran comenzar de verdad hasta la página 50 o la 60. A algunas vidas les sucede lo mismo. Por eso no me he matado antes, señor juez.

 

Por ahora sólo les muestro una versión. Hay muchas más pero mis alumnos decidieron revisarlas y tomarse su tiempo.

“La declaración del imputado” (Florencia Marchese- 4°4°)

“Hay novelas que aún sin ser largas no logran comenzar hasta la página 50 o la 60. A algunas vidas les sucede lo mismo. Por eso no me he matado antes, señor juez”. Así se defendió el acusado del asesinato de doña María.

Carlos Suárez, el imputado, era aficionado de las obras de Millás, motivo por el cual él se defendió con la cita de una de sus obras.

Este no era su primer juicio por alguna muerte. Era un asesino serial que daba fin a la vida de gente de entre 50 y 60 años que veía que, para él, la desperdiciaban. Era un homicida joven, de unos 30 años, alto, de piel clara y de aspecto cínico.

Tras esta declaración el juez y todo el tribunal lo declararon culpable de la muerte de doña María y fue condenado a cadena perpetua en el penal de máxima seguridad del Distrito Federal en México, donde veinte años después decidió quitarse la vida por haberla desperdiciado en prisión.

LO PROMETIDO ES DEUDA

En una nueva página hacía referencia a un texto de Medardo Fraile que se llama «Libre 206». Como era imposible encontrarlo en los buscadores, prometí tipearlo completo y ahora lo incluyo a continuación. Luego veremos qué caminos le toca recorrer:

LIBRE 206

Medardo Fraile

A José Hierro

     Le cogieron. Le acusaron de esto y de lo otro. Ni siquiera le acusaron. El juicio sería más tarde. La cárcel, ahora. Era un preso político. Algo peor: un preso político anónimo. Un muchacho. En el extranjero nadie conocía a este Hernández. En su patria, su familia obrera y veinte o cuarenta compañeros, vestidos con los jirones de un uniforme vencido.

     Hernández conoció, en los primeros meses, los corrales de hombres, los gritos, la tierra en los ojos, el hambre, los patios húmedos, la soledad, el frío, el abandono, las descargas al amanecer, clamores de insultos, insultos callados, la sucia, escasa rueda de platos cuarteleros, celdas de castigo, fusiles, gorras de plato, olor a cuero, noches sólo estrelladas en el suelo con blasfemias, rezos, llantos, ayes; sangre, culatazos, himnos obligatorios de gloria en la miseria, centinelas, garitas, alambradas, locura, miedo. Conoció el dolor creador, sin freno, que el hombre reserva al hombre.

     Cuando despertó –le dolía atrozmente la cabeza- cayó en la cuenta de que era un preso y tenía un número: el 206. Verano, otoño e invierno habían pasado y una primavera se abría en el mundo detrás de la pared, tras la ventana alta, prohibida siempre. El olor de las hojas, del aire, se adentraba en la cárcel cuando podía. Empezó a mirar en torno suyo. Había hechos dolorosos que ya no veía ni sentía, ruidos dolorosos que no le dejaba oír la costumbre. Empezó a interesarse por su estado. Hizo un somero recuento de sus miembros, de sus huesos; aún tenía sexo, pies, manos, recuerdos, que, lentamente se iban aclarando. Empezó a darse cuenta de que aún veía, de que era verdad lo que veía; la galería, el patio, la pared, los otros. Cayó en la cuenta de que era un hombre de hecho, pero no por lo que antes pensaba que lo era. No podía amar. El que está de paso no ama. Esperaba siempre. Nada era suyo. Si algo de lo que sentía podía parecerse al amor era la manta, fea, gastada, como una piel ruda de animal viejo. Y para aquella especie de gitano grandón, cabal, que siempre veía, lejano, resignado, entero, al otro lado, en el pabellón de enfrente. Por los que estaban a su lado, no. Si algo le movía a hablar era ensayar el silencio, lograr, con palabras, no decir nada. Comenzó a interesarse por su estado, sí, pero siguió rebelde, fríamente rebelde, toreando incesante al poderoso toro con lógica, miedo y burla. Aprendió a escurrirse, a callarse. Vio a los hombres hacerse traición, llorar, degenerarse, robar al compañero desnudo, adular, fingir, aburguesarse en la cárcel, como mujeres en un prostíbulo. No eran ya hombres; sólo eran presos. No tenían público, ambiente, para ser hombres. Lo habían sido. Lo serían, quizá, algún día.

     ¡Si él pudiera escapar! Recordó a Julio, el ciego, aquel chaval larguirucho, quemado por una granada. “Si un día volviera a ver –decía- saldría corriendo por una calle, sin parar, hasta ahogarme; correría como un loco por veinte, treinta calles, sin detenerme”. Eso es lo primero que Julio iba a hacer. Era un muchacho. Atado por las sombras, que lo obligaban a un paso lento, cauteloso, de viejo. Estaba condenado a ver primaria, pesadamente, con el tacto. Él también, como Julio el ciego, saldría corriendo por veinte, treinta calles, hasta que los poros le segregaran libertad angustiosa, hasta que el corazón temiera al insaciable potro de la libertad, hasta que las piernas estuvieran sudorosas, duras, enardecidas, como las patas de un caballo. Y después de esta carrera, ¿qué? A ganarse el pan, a darse de golpes con la escasez, la falta de trabajo, de dinero. Pero siempre, -pensó- habría sol, aire, invierno y otoño de verdad, en vez de humedad y frío; primavera y verano de verdad, en vez de sudor, deseos, tristeza bajo la luz. ¡Ver un espino florecido, oler el clavel, la rosa, sorprender el beso de unos novios, poder acariciar una mejilla suave, oír una canción, chapuzarse a fondo en el agua, ver jugar a unos niños!

     En el buen tiempo, aunque los días fueran más largos, se movía mejor y le habitaba el cuerpo una esperanza inexplicable; una esperanza íntima, quieta, sin voz, ojos, brazos, piernas; sin objeto. Se le ponía dentro y se quedaba allí acompañándole todo el día. Y él la dejaba, porque la notaba tan infeliz, presa y sola como él. Pero no la escuchaba. Pensaba en su pasado, en su futuro, si llegaba algún día, hasta que se dio cuenta de que le habían encerrado por temor a su sangre, al poder de su sangre, porque temían su presente, por estar vivo. ¡Él, vivo, encogido, borrado tanto tiempo! En la cárcel, a veces había sentido, había tenido, sin saber por qué, instantes de libertad. No por los demás, no porque se alterase lo que le rodeaba; por que sí, dentro de sí mismo. Y luego lo recordaba extrañado: ¿No era yo libre en aquel momento? Y, sin embargo, aquel instante era un minuto de su condena.

     Pensó en la libertad. ¿Qué es la libertad? Días y días insistió. La libertad estaba en la cárcel de mujeres. Era una presa, como su esperanza. ¿Podía echar a volar el hombre por sí mismo, zafarse de la enfermedad, vivir ciento cincuenta años, negarse a lo desagradable, apoderarse de lo agradable, andar desnudo por las calles, ni siquiera vestirse distinto de los demás? ¿Era libre el hombre cuando pecaba, cuando hacía el bien? El preso está libre de la mujer, de los hijos, del dinero, del patrono, de pensar, si quiere; de todos los prejuicios de la educación, de compromisos, de las corbatas, del agradecimiento. El que no está preso sólo está libre de la cárcel. La tierra, los otros, les habían apartado a un oscuro hormiguero. Pero ¿no son ejemplares, libres, las hormigas, pisadas con total indiferencia, derruidas con un ligero soplo, ahogadas en implacables diluvios? ¿Quién podía evitar el sentimiento de libertad en un preso, que en un hormiguero oscuro alguien fuera libre? El mundo, todo el mundo, era lo que veía: cuatro paredes, un patio, un pedazo de cielo siempre distinto, gente alrededor, hostil o indiferente, y días y noches. La vida iba por dentro y la libertad también. La cuestión era abrir la puerta.

     Se irguió una y otra vez. Tenía empañado el orgullo en su libertad. Daba los pasos largos, miraba de lejos, hacía ademanes abrazadores, audaces, sueltos. Soltó poco a poco su risa. Le costaba salir y, muchas veces, era una risa larga, embustera, desesperada, rumorosa de apretados dientes. Sus bromas a los demás no eran soterradas, irónicas; sino movidas, rudas, con una inmensa pista para realizarlas, libres. Sus ojos no veían las paredes; miraban lejos y reían, a veces, con un paisaje que no veía nadie. Era como ese pájaro de jaula que nunca se bufa y permanece dueño, agudo, fino, como si el aire que no peina le adelgazara en un vertiginoso, gozoso, cielo alto. ¡Qué preso tan libre! ¡Cómo sacaba su libertad hasta los pelos, hasta las uñas! Se fugó así: siendo libre en la cárcel. ¿No era eso a lo que en religión llamaban libre albedrío?

     Cuando salió, con su alegría a cuestas, ganada al dolor gota a gota, con su libertad como un músculo bien formado, ejercida cerca de seis años, nueve años y un día sobre el papel, miró al mundo serenamente sin alterar la retina de sus ojos, sin graduarla por la distancia o la luz. Vio pasar a los libres y no pudo menos de sonreír. Tenían aire de presos. Ademanes cortos, aire cansino, voces gastadas, mirada vaga, triste, risa enferma. Él exhalaba la libertad, era un yogui de la libertad y le miraban todos con simpatía, con interés. ¡Claro! –pensó un instante-, ellos no han tenido ocasión de ser libres como yo. Están encarcelados sin darse cuenta. Y anduvo con sus largos pasos, y se rió con su intensa, honda risa, y miró por encima de las casas, del mundo, y parecía que venía siempre de rendir a un sabio, a una mujer, a un caballo.

En: Ejemplario- Madrid. Ed. Magisterio Español S. A,, 1979

     De paso, dejo asentado que el espacio que media entre cada párrafo no es mi responsabilidad. Es frecuente encontrarse con los textos editados de este modo en varios sitios y páginas; sin embargo, habría que recordar que el espacio entre párrafos es un recurso que muchas veces deja el narrador para crear un efecto: hacer notar una elipsis narrativa, resaltar un salto temporal, cambiar la voz narradora… En este caso sólo se trata de que la barra de mi blog no me da alternativas para eliminar esos espacios.

 

 

Denevi y Jacobs… y una versión de Alberto Laiseca

     Para todos aquellos a quienes les interesa, como a mí, la forma en que dialogan los textos he aquí uno entre dos autores conocidos pero no por ello menos sorprendentes. Quien está acostumbrado a otros estilos de estos escritores se sorprenderá con lo que aquí aparece de Marco Denevi; otros en cambio seguirán la veta de otros tantos textos de este autor en los que parodia, desacraliza, transgrede y resignifica historias.

Denevi

No meter la pata con la pata de mono.
(Marco Denevi)

     Los otros días fui a ver La pata de mono, un cuento de cierto señor W. W. Jacobs, a quien no conozco, adaptada para el teatro por otro señor Marco Denevi, a quien conozco menos.
La acción transcurre en una casa de clase media, en Inglaterra. Allí vive el matrimonio White con su hijo Herbert, un muchacho simpático. Es de noche y afuera sopla el viento. Llega un tal Morris, sargento mayor o cosa así. Acaba de regresar de la India y trae consigo una pata de mono disecada. Dice que es un amuleto al que un faquir dotó de poderes mágicos: tres hombres pueden pedirle, cada uno, tres deseos, y la pata de mono se los concederá. Después de varios dimes y diretes que no interesan, la pata de mono queda en poder de los White y su hijo Herbert induce al señor White a pedirle algo a la pata, así, como una broma. El señor White le pide doscientas libras, suma modesta que alcanzaría para pagar la hipoteca de la casa. Apenas ha formulado su deseo, el señor White lanza un grito y arroja la pata de mono al suelo: asegura que la pata se retorció en su mano como una víbora. La mujer y el hijo fingen creer que todo es pura imaginación, pero se veía que estaban impresionados. También yo. Se van a dormir y termina el primer acto.
El segundo transcurre a la mañana siguiente. Herbert se dirige a su empleo en una fábrica. El matrimonio White sigue comentando (la escena es aburrida y demasiado larga) lo que sucedió la noche anterior con la pata de mono. Llaman a la puerta. La señora White abre. Es un hombre vestido de negro y muy nervioso. Lo hacen entrar. El desconocido no se decide a hablar claro. Al fin, después de muchas vueltas, revela el objeto de su visita: es un enviado de la fábrica donde trabaja Herbert, viene a anunciarles que al muchacho lo agarró una máquina y, bueno, murió. El señor y la señora White, espantados, aturdidos por la terrible noticia, no se mueven. Entonces el hombre les ofrece, como indemnización por la muerte de Herbert, doscientas libras. La señora White lanza un alarido y el señor White cae desmayado. Fin del segundo acto.
Tercero y último acto. Otra vez de noche. El señor White mira el vuelo de una mosca imaginaria. La señora White va y viene como una sonámbula. Pronuncia frases distraídas, las interrumpe por la mitad, se queda con la vista perdida en el vacío. Los dos pobres viejos están como idiotizados por el dolor. Y de golpe la señora White empieza a gritar:
-¡La pata de mono! ¡La pata de mono! ¿Dónde está?
El señor White se pone de pie, mira para todas partes, no comprende. A la señora White se le ha ocurrido una idea, obvia, por lo demás. El señor White formuló uno solo de los tres deseos. Dispone de otros dos. ¿Por qué no volver a hacer la prueba? ¿Por qué no pedirle que Herbert recupere la vida? El señor White se niega.
– Hace diez días que está muerto – solloza -. El día en que murió lo reconocí por la ropa. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras, imagínate ahora.
-¡Tráemelo! – insiste la señora White completamente histérica -. ¿Crees que temo al niño que he traído al mundo?
Luego de una prolongada discusión el señor White accede de mala gana, busca la pata de mono y temblando de pies a cabeza pronuncia el segundo deseo: que Herbert resucite. Y otra vez arroja la pata de mono al suelo, señal de que nuevamente se había retorcido como una víbora. Luego va a sentarse en su sillón, oculta el rostro entre las manos, está hecho una piltrafa. En cambio la señora White, impaciente ansiosa, se asoma a la ventana. El tictac del reloj crece, decrece, vuelve a crecer y a decrecer, para que el público se dé cuenta de que pasan las horas. Chasqueada, la pobre señora White se derrumba sobre una escuálida sillita junto al fuego.
Y de pronto golpes en la puerta.
-¡Es Herbert! !Es Herbert! – grita la mujer -. ¡Había olvidado que el cementerio está a dos millas y que mi pobre niño tuvo que venir caminando!
Quiere abrir la puerta, pero el marido trata de impedírselo.
-¡Por el amor de Dios -gime el cobarde- no lo dejes entrar!
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? ¡Suéltame! ¡Ya voy, Herbert, ya voy!
Luchan como demonios. Entre tanto siguen resonando los golpes en la puerta. Una escena escalofriante. Yo no podía mantenerme quieto en la butaca. Hasta que la señora White consigue zafarse y corre hacia la puerta. Pero la puerta tiene colocada la tranca. La señora White, no pudiendo alcanzarla, busca una silla, arrastra la silla hasta la puerta, se sube a la silla, levanta la tranca, desciende de la silla, aparta la silla. Esa demora es aprovechada por el señor White para buscar la pata de mono, encontrarla en un rincón y balbucear en voz baja el tercero y último pedido. Respiré.
Pero cuando la señora White abre, por fin, la puerta, comprueba con horror, también yo compruebo con horror que no hay nadie, que Herbert no está, que el bobalicón del señor White le ha pedido a la pata de mono que el muchacho vuelva a la tumba. Aquello era inaudito, era sencillamente inconcebible. No sé cómo pude reprimir el deseo de trepar al escenario y propinarle a ese imbécil una paliza. Opté por salir rápidamente del teatro. Hablaría a solas con el señor White. El infeliz amaba a su hijo, nadie lo duda. El error lo había cometido de buena fe, obnubilado por el miedo. Yo lo instruiría para que en las próximas funciones no reincidiese en la misma torpeza.
Lo visité en su casa, cuyas señas obtuve en el mismo teatro haciéndome pasar por periodista. Vivía solo y me recibió con una obsequiosidad repugnante. Mi primera impresión fue que era un viejo sin mayores luces, así se explicaba la inexplicable sandez que había cometido. Lo malo es que dos personas tan simpáticas como la señora White y Herbert debían pagar las consecuencias. Por fortuna ahí estaba yo para poner las cosas en su lugar.
-¿Qué le pareció La pata de mono? – me preguntó el macaco.
– Magnífica. Pero en la última escena usted se comporta como un chambón.
-¿Yo? – se azoró, al punto de que las cejas se le unieron en una sola como un bigote postizo que se hubiese pegoteado en mitad de la frente.
– Usted. ¿Qué le pidió, la tercera vez, a la pata de mono?
– Que Herbert desaparezca.
– Mal hecho. Debió pedirle que Herbert volviera a ser lo que era antes del accidente.
– Pero…
– No me interrumpa. Una de dos: o la pata de mono no tiene poderes mágicos, y entonces las doscientas libras fueron pura casualidad y los golpes en la puerta era el viento, o sí los tiene y la señora White, al abrir, se encontraba con su hijo sano y salvo.
De pronto tomó un aire engreído.
– Disculpe, pero el autor quiere que las dos versiones, la fantástica y la realista, sean igualmente válidas y que el espectador elija la que más le guste. En la versión que usted propone eso es imposible.
Sofrené mi cólera.
-¿Que el espectador elija? ¿Qué espectador? Yo no quiero elegir. Quiero que sea el autor quien tome la decisión. Muy bonito. Para lavarse las manos y echarnos a nosotros todo el fardo, lo obliga a usted a desperdiciar estúpidamente el tercer deseo, obliga a esa pobre madre a vivir el resto de sus días en la más negra aflicción.
– Yo no soy quién para introducir modificaciones en la obra.
– Usted es el padre de Herbert, qué cuernos. ¿Qué habría hecho cualquier otro padre en su lugar? Pedirle a la pata de mono que reconstruyese el cuerpo de su hijo. ¿La pata de mono no cumplía? Paciencia, todo había sido un cuento del tío de ese Morris. ¿Cumplía? Albricias: ahí estaba Herbert sin un rasguño. Pero para que nosotros nos devanemos los sesos entre la versión fantástica y la versión realista, el señor W. W. Jacobs y el otro cómplice, Denevi, lo arrastran a usted a perpetrar ese final absurdo, ese desenlace ridículo. Pero usted no sea papanatas. Rebélese, y en la próxima función haga lo que yo le digo.
Bruscamente se puso amable.
– Está bien, señor, no se exalte.
-¿Qué quiere insinuar con eso de que no me exalte? No me exalto, pero ciertas cosas me sacan de quicio. Usted no me parece mala persona. Sin embargo, todavía no ha comprendido que Jacobs y Denevi lo han engañado. No se deje manejar por esos dos canallas. Usted, esta noche, respetará el texto hasta el momento de pedir el tercer deseo. Ya sabe, entonces pida que Herbert vuelva a ser el que era antes de que lo agarrase la máquina. Veremos que sucede. O al abrir la puerta no hay nadie, en cuyo caso usted se librará de todo remordimiento por haber pedido las doscientas libras, o ahí está Herbert vivito y coleando y sin las consecuencias del accidente. Imagínese la alegría de la pobre señora White.
De golpe el señor White, a quien yo había tomado por un viejo sin carácter, me reveló quién era.
-¡Salga de mi casa! – Tronó, rojo como un apoplético al borde del colapso- ¡Salga o llamo a la policía!
Era un sádico, un padre descastado. Se burlaba de su mujer, de su hijo, de los espectadores, de mí. ¡Y yo, candorosamente, había ido a apelar a sus buenos sentimientos! Quizá, la primera vez, se había prestado con inocencia y temor a las maquinaciones de los dos granujas de Jacobs y Denevi. Ahora, después de varias funciones, se cebaba en ese juego abyecto. Me costó, porque se defendió con inesperada energía, pero conseguí librar al mundo de semejante monstruo.

     Por cierto, en este caso el cuento de Marco Denevi nos enfrenta a una posición acerca de la teoría y la crítica literaria. Al menos en esa insólita discusión acerca de finales fantásticos y realistas, entre otras cosas. Antes de agregar algunas observaciones más me agradaría que leyeran (o releyeran, si es que los conocen) ambos cuentos y aportaran algún comentario. Como extra, les dejo el enlace de Youtube en el que encontrarán a Alberto Laiseca narrando el cuento de W.W.Jacobs

W.W. Jacobs (1863-1943)

 

La pata de mono

W.W. Jacobs

I

     La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

     -Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

     -Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

     -No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

     -Mate -contestó el hijo.

   -Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

    -No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.

     El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

   -Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

     Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

   -El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

     Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

   -Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

   -No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.

   -Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.

  -Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

   -Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

   -Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.

   -¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.

   -Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.

     Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

  -A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

     La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

   -¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

   -Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

     Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

   -Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.

     El sargento lo miró con tolerancia.

   -Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.

   -¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.

   -Se cumplieron -dijo el sargento.

   -¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.

  -Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

     Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

   -Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?

     El sargento sacudió la cabeza:

  -Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

   -Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?

   -No sé -contestó el otro-. No sé.

     Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

   -Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.

   -Si usted no la quiere, Morris, démela.

  -No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

     El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

   -¿Cómo se hace?

 -Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

  -Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

     El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

   -Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.

     El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

   -Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.

   -¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

   -Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

   -Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

     El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

   -No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

   -Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.

     El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

   -Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.

     Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

   -Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.

   -Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.

   -Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

     Sacudió la cabeza.

   -No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

     Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

   -Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

     Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II

     A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

   -Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

   -Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.

   -Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.

   -Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

     La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

     Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

   -Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.

   -Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

   -Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.

   -Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?

     Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

     Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

     Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

   -Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.

     La señora White tuvo un sobresalto.

   -¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

     Su marido se interpuso.

   -Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

     Y lo miró patéticamente.

   -Lo siento… -empezó el otro.

   -¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.

     El hombre asintió.

   -Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.

   -Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.

     Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

   -Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.

   -Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.

     Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

   -Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.

     El otro se levantó y se acercó a la ventana.

   -La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

     No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

   -Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

     El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

   -Doscientas libras -fue la respuesta.

     Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III

     En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

     Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

     Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

     El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

   -Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.

   -Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.

     Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

   -La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.

     El señor White se incorporó alarmado.

   -¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

     Ella se acercó:

   -La quiero. ¿No la has destruido?

   -Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?

     Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

   -Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

   -¿Pensaste en qué? -preguntó.

   -En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.

   -¿No fue bastante?

   -No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

     El hombre se sentó en la cama, temblando.

   -Dios mío, estás loca.

   -Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!

     El hombre encendió la vela.

   -Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

   -Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

   -Fue una coincidencia.

   -Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.

     El marido se volvió y la miró:

   -Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras…

   -¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?

     El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

     El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

     Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

     Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

   -¡Pídelo! -gritó con violencia.

   -Es absurdo y perverso -balbuceó.

   -Pídelo -repitió la mujer.

     El hombre levantó la mano:

   -Deseo que mi hijo viva de nuevo.

     El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

     Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

     No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

     Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

     Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

   -¿Qué es eso? -gritó la mujer.

   -Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

     La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

   -¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

   -¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

   -¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

   -Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

   -¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

     Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

   -La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.

     Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

   -Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…

     Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

     Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.