TODOS ERAN/ÉRAMOS HIJOS

Al leer Todos éramos hijos, de María Rosa Lojo y encontrarse con la referencia, como una situación circunstancial, a la obra de Arthur Miller (Todos eran mis hijos) muchos lectores (conozcan o no la obra) la tomarán como un dato más acerca de qué origina o desencadena la serie de encuentros/desencuentros entre los personajes de la obra. Y no es que esta lectura sea mejor o peor que otras.

Es sólo que, para quienes acostumbramos leer entre líneas, observar en casi todo lo que nos rodea la polifonía y la transtextualidad (cómo ciertos discursos aparecen atravesados por otros, en términos más sencillos de lo que podría traerles de ciertos teóricos) y, además, conocemos la obra de esta autora argentina lo anteriormente expuesto nos resuena de inmediato y nos hace sentir que hay algo más que, sin estar escrito, está diciendo la obra.

Algo tan aparentemente ingenuo como un título es toda una elaboración de algo más que se gesta en la historia, a mi juicio: mientras que en la obra de teatro se habla de los otros como aquellos por los que se siente culpa (esos a los que se debió cuidar, por decirlo así, cuando en realidad se desentendieron de lo que pudiera ocurrirles), en la novela nos encontramos con que desde la voz narradora los personajes reclaman ser todos iguales, independientemente del rumbo que hayan tomado. Sí es cierto que una sola voz parece tomar la palabra para expresar lo que otros sienten o experimentan en ambos textos: si en la obra teatral esto se observa en la madre y, casi al final, en el hombre frío y calculador (que en realidad parece hacer hablar en sí al hijo muerto, ya sin voz) en el caso de la novela es la narradora-protagonista quien manifiesta y revela las diferentes perspectivas de los personajes, haciendo carne y tomando la voz de los que ya no están a través de los recuerdos de lo sucedido.

«Es esencial que se hagan cargo de la obra, no como algo que escribió un señor Miller en otro país, hace casi veinticinco años, después de una guerra que ocurrió muy lejos. Piensen que todo eso está pasando aquí y ahora, que ustedes son los protagonistas» (pág. 29). Las palabras del padre Juan, muy vinculadas con la interpretación actoral de una puesta en escena como las plantearía un director o un cineasta en el caso de un film, parecen premonitorias en relación con lo que luego leemos en la obra.

Se respira en las dos historias el aire denso y oscuro de la tragedia griega: explícito en la novela en la sección cuyo título es «Casandra-Frik habla con los muertos» (que adopta todas las características del lenguaje teatral), sobrevuela sin embargo con la presencia de Antígona, aquella protagonista de una historia en la que se reivindica el honor; esto último se ve en Todos eran mis hijos cuando aparece George para redimir a su padre (Steve) en la cárcel, pero sobre todo en las palabras de LA MADRE (curioso que aparezca en forma genérica cuando todo el tiempo aparece su nombre): «… Tu hermano está vivo, hijo mío, porque si ha muerto, es tu padre quien lo ha matado(…)Dios no deja que un padre mate a su hijo…», en los reclamos de Chris (¿similitud con Christus, por su sacrificio?) y en el reconocimiento de la verdad no dicha que expresa Joe Keller antes de matarse: «…(mirando la carta que tiene en la mano): ¿Qué hace esto, si no es decírmelo? Cierto, era mi hijo. Pero creo que él pensaba que todos eran mis hijos. Y comprendo que lo eran, comprendo que lo eran…»

La vinculación entre estas dos obras en un análisis encarado con mayor rigurosidad necesita un desarrollo que excede lo frecuente en entradas de blog. Sólo agregaré un par de cuestiones:

a. el protagonismo que adquiere la guerra a través de las situaciones y los personajes y, consecuentemente, entender que en la novela se está sopesando este término para entender una época de la vida argentina que todavía se debate (así como sucede en el caso de la España en la época de la Guerra Civil Española)

b. un fragmento del poema que encabeza lo que en la novela se menciona como TERCER ACTO que es un claro ejemplo de cómo el lenguaje poético en las obras de María Rosa Lojo reelabora todos los discursos e interpreta lo más hondo de cada una de sus producciones:

«…Ya no somos,

nos hemos apagado.

Nos han cerrado nuestras puertas.

Nos han dejado sin el viento 

(…) Y ahora no sabemos si hemos muerto,

O si aún en el último recuerdo,

En la última nube que miramos,

Estamos vivos. «